AL FIN FRENTE AL CÉSAR (10)

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¡Alabado sea Jesucristo!

Ciudad de México, Mayo 26 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(10)

 

AL FIN FRENTE A TIBERIUS IULIUS CÆSAR 

“Christus Mandatus” 

A la llegada del Palacio, el General Heriliano se despide de mí, dejándome solo a la entrada, de donde sale la voz de mi más grande guía:

–        ¡“Verito”!, ¡Prototipo Humano del Soldado Legionario Romano!, ¿Cómo está mi General de Generales?, me dice el anciano Emperador desde el pórtico de mármol blanquísimo de su palacio en Monte Solarum.

–        ¡Divino Tiberius Iulius Cæsar!, el placer que siento al verle no tiene comparación con ninguna alegría que pueda yo tener en mi vida; le doy gracias a los dioses porque le conserven a Usted con vida para dicha de todos nosotros, respondo con toda sinceridad su saludo.

–        ¡Qué va, hombre!, la vida debería pararse cuando uno está en pleno vigor y sirve para lo que ha de servir; la vejez del cuerpo puede derrumbar hasta la lozanía de juventud más obstinada del espíritu. Me dice y agrega: Te agradezco que hayas dejado tu solariega Villa Garlla y atiendas el llamado que he hecho. ¿Cómo está Lili, tu maravillosa esposa y tus hijos; cuántos son ya?

–        ¡Divino Tiberio!, no solo es mi deber y obligación atenderle, cuanto el inmenso gusto que me provoca el que pueda yo hacerlo; respondo.  Mi familia está muy bien; son ocho los hijos: cuatro hombres y cuatro mujeres; todos me han pedido que exprese sus parabienes con Usted. Y así de fugaz como pueda ser una bienvenida, lanza el planteamiento de mi futura labor para el Imperio.

–        Ya sabes los antecedentes del horripilante caso, me cuestiona asegurando.  Poncio Pilatus, el inepto Procurador de Iudae, esa conflictiva y arcaica porción de tierras en el Oriente, ha cometido un gravísimo error: ha dado muerte por crucifixión al mismísimo Hijo de Dios en la persona de Iesus Nazarenus; ha invalidado el espíritu de nuestras Leyes argumentando un juicio por demás estúpido; y por si esto fuera poco, se ha unido a los religiosos judíos para perseguir a los discípulos del Rabbuni Galileo. Autoridades religiosas judías, encabezadas por lo que ellos llaman los ‘Sumos Sacerdotes’ han instigado constantemente al populus para amedrentar a las autoridades militares de la Procura de Pilato. Pero, dime, “Verito”, ¿Qué sabes tú de todo este asunto?

–        Ante el portento de su sabiduría al respecto, Divino Tiberio, debería yo contestar que muy poco, sino es que nada.

–        Pues entonces te tienes que poner a investigar mucho y rápidamente, pues ante la meta de tu nuevo encargo del Emperador, tendrás que ser un experto muy pronto para poder decidir apropiadamente al respecto.

–        Lo haré, Divino Tiberio, lo haré de inmediato.

–        Fitus Heriliano te dará todos los documentos de la tabularis que guardamos acerca del caso; nadie la conoce y ahora estará a tu exclusiva custodia.  El asunto ha subido como la espuma de la leche hirviendo; hay misivas de prominentes hombres de muchos lugares de Asia, Achaia y Egipto, que solicitan mi intervención en el asunto.  Son más de dos mil hombres, los que abogan por el hecho.

–        Lo atenderé de inmediato, Divino Tiberio, apenas puedo responderle.

–        “Verito”, quiero que realices tres trabajos muy importantes para el Imperio y tu Emperador, por Honoris, Legis, Iustitia:

            Primero-        que revises la legalidad del ‘Juicio’ efectuado por Poncio Pilato; lo dictamines y concluyas si procede o no; y castigues con el máximo rigor de nuestras Leyes la culpabilidad de los actores romanos y judíos en el asunto.

            Segundo-       que contactes a los llamados ‘Discípulos’ del Rabbuni, que hables con cada uno ellos y les asegures la intervención interesada del Emperador en este asunto.

            Tercero-        y éste es el más importante, que dejes constancia escrita de tus investigaciones para la posteridad; para que se vea que Roma pudo haberse equivocado en la persona de su representante, pero que corrigió en aras del Honoris, Legis, Iustitia, que son nuestras máximas de existencia.

            Concluye el anciano Emperador sus señalamientos y yo respondo de inmediato:

–        Será un honor, Divino Tiberius, le respondo ante las abrumadoras tareas que ha descrito.

–        Tendrás que viajar mucho y además tienes poco tiempo, pues a mí ya no me queda mucha vida y quiero ver resultados antes de que muera y Calígula herede el trono del Imperio.

–        Eso no será problema, Divino Tiberio, mi familia sabe que yo primero soy de Usted y del Imperio, y luego de ellos; respondo ante su preocupación.

–        Yo no quiero que esa bellísima familia viva sin padre; y tus principales labores las realizarás en Iudae, Asia y Achaia, teniendo que viajar hasta aquí para informarme; entonces, he dispuesto que vivas con tu esposa Lili y tus hijos en la villa Oriente, que es la del valle, en donde te hospedarás desde hoy con toda tu gente. Villa Garlla puede cuidarse sola, no así tu amado Imperator, querido “Verito”.

–        Sus deseos, Divino Tiberio, son mandatos de vida para mí.  Le respondo pensando en las consecuencias de tal decisión.

–        Quiero que funciones de manera autónoma a todas las estructuras de gobierno del Imperio y el Senado; a nadie reportarás nada, excepto a mí.  Tus labores son confidenciales como secretum maxîmum para todo el mundo; solo Tiberius Iulius Cæsar debe enterarse de las mismas.  Para ello he firmado este decretum que te faculta a todo lo que tú decidas hacer.  Solo podrás contar con una centuria de hombres que serán pagados con recursos del propio Emperador.  Sin embargo, para cuanto haya que gastar de tu parte, en este cofre está tu nueva fortuna: cien mil aureus de los que puedes disponer como quieras para el buen logro de tu meta.  Antes del Ivierno habrás de tener los primeros resultados.  Amado “Verito”, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, ¡designatum est! ¡Que Iuppiter, Minerva, Iuno y Mars te guíen en tus labôris et laborem!

–        ¡Ave Divinus Tiberius Iulius Cæsar, Imperator Maxîmum!

Así, he quedado constituido; ¡El César ha dicho, por lo tanto, hágase!

 

Me ha dejado sumamente impresionado el aspecto de Tiberio Julio César; es cierto que ya es un hombre mayor, pues tiene setenta y cinco años y sus preocupaciones son bastísimas, pero su avejentamiento es evidente; tiene el pelo completamente blanco y muy escaso; sus arrugas se han pronunciado tanto que ya parecen surcos en su blanca y desgastada piel; está tan delgado que pareciera que se romperá en cualquier momento; y lo encorvado de su espalda, ofende el recuerdo del erguido Legionario Imperial que siempre fue.  Todo esto le ha sucedido o se le ha pronunciado mucho más en tan solo tres años; así cobra el poder; en vida.  Ya lo creo que esté preocupado por este asunto: más de dos mil personas y más de diez ciudades –como han dicho él y los senadores,– son un caso para preocuparse; más aún, tratándose de la Provincia de Iudae, la que paga los más altos impuestos per cápita al Imperio Romano.

¡Cien mil aureus!, ni en sueños pensé verlos juntos; ¡¡son más de dos mil libras de oro!!  ¡¡¡Ni todos mis botines de guerra juntos!!!  Y vivir en el mismo lugar que el Emperador; ¡¡vaya, esto supera por mucho hasta mis más ambiciosas pretensiones!!  Verdaderamente que le angustia a Tiberio César el problema para otorgar tal cantidad de concesiones.  Por supuesto, de mi parte se hará cuanto sea necesario para cumplir el mandato del Emperador.

Ahora quedan claras muchas cosas y uniendo cabos, el asunto es el siguiente:

I) Juzgar con evidencias contundentes e irrefutables a Poncio Pilatus como Militar en Procura y a los Jefes religiosos del lugar.

Dado que el problema desde el punto de vista militar abarca dos áreas distintas; Asia (pues Poncio Pilatus Procura en esa zona) y África (de donde han llegado la mayor cantidad de solicitudes de justicia –Cirene y Egipto– ambas Provincias Romanas), el único que  puede atenderlo sin ‘intereses personales’ de por medio, soy yo, el Tribunus Legatus para el Continente Europeo.

II) Conocer a todos los Discípulos de Iesus Nazarenus dándoles seguridad de la Justicia Romana.

Si estos hombres han sido capaces de convencer a dos mil seguidores ya, vale más que se los mantenga libres de preocupación respecto de la Justicia Romana, pues de un problema de creencias religiosas puede derivarse otro de descontento social, que en el caso de los judíos esto no es nada difícil.

III) Dejar suficiente evidencia escrita de todo cuanto se haga para el juicio de la posteridad, que es en realidad lo que le aterra a Tiberio Julio César.

Aquí creo que la culpa es mía, por anticipado; hace quince años, cuando yo era General Comandante de Legión en Belgium, los reportes de guerra al Emperador fueron cambiados en su totalidad, precisamente a la forma en que yo los enviaba.  Recuero mis continuos viajes a Roma para la instrucción de oficiales de alto rango al respecto.  Además, Tiberio César siempre ha querido evidenciar con documentos sus logros, pues su abuelo, Octavio César Augusto, siempre tuvo una tabula, una hoja completa, con qué respaldar sus irrefutables solicitudes al Senado Romano; ésta, pues, es herencia de gobierno.

Tengo seguras tres respuestas de las siete preguntas que existen: qué haré (un compendio enorme de información), cuándo lo haré (ya) y dónde lo haré  (aquí mismo); pero no sé cómo lo haré, ni con quién lo haré, ni cuánta información he de recabar,  ni cuál debo seleccionar.  Ah! También tengo muy claro algo más: en Invierno debo estar entregando los primeros resultados a Tiberio Julio César.  Empezaré por leer el Juicio de Iesus Nazarenus.

 

La comida será de gran gala, como siempre y como corresponde al Emperador Romano; el salón es de tal manera grande en el Palacio Meridionalis, que si quitásemos los triclinium que han puesto, cabría una Centuria de Legionarios de pié, armados con lanzas y con el espacio requerido para maniobras.  Es probable que estemos reunidos treinta comensales; hay gente de todas partes del Imperio: de Gallia, de Hispania, de Germania y Belgium, los que reconozco por los atuendos; también hay de Egipto y Cirene; y ni qué decir de la zona del Mare Aegaeum; también hay del extremo oriente del Mare Nostrum. 

Quizás todos vengan a rendirle honores a Tiberio Julio César, o a solicitarle alguna concesión, o simplemente a visitarle porque hayan sido invitados.  Hay un sirviente detrás de cada reclinum personal perfectamente parado y sin estorbar; en el centro, como siempre, está el gran espacio por donde deambulan los servidores de las viandas; y en cada extremo corto del salón, están ubicadas dos grupos con un sinfín de instrumentos musicales haciéndolos sonar en perfecta armonía.  No hay ruido ni estridencias, todo está en calma, propiedad y serenidad. 

Los banquetes de Tiberio César siempre se han distinguido por sobrios, ya que en ellos el vino siempre está medido; uno se puede beber la jarra que han puesto para cada quien, al principio (lo cual sería mal visto), durante lo que dure la comida, o al final de la misma (lo cual también sería mal visto), pero no tendrá más vino que esa jarra; así sea un Rey Teutón, un Príncipe Galo o un guerrero Dálmata.  Además, las invitaciones de Emperador siempre son a plena luz del día, nunca en la tarde o en la noche.  Los excesos en la mente de nuestro Divino Emperador son inexistentes, amén de muy criticados los que sean visibles; sin embargo, Tiberio siempre ha sido prudente y sabe retirarse sin estropear la reunión; pero bacanales en un domus de Tiberius Iulius Cæsar, jamás. 

Me ha sentado en el triclinium principal y, más honor aún, a su derecha; después de eso, uno puede esperar que pase cualquier cosa: que el César lo adule públicamente, que el discurso del orador en turno haga algo similar; o que sea uno el del discurso improvisado y adulatorio de la concurrencia; personalmente yo aborrezco las tres cosas.  Por supuesto, todo el mundo ve al que está a la dextra del Imperator, los que le conocen saludan amablemente; los que no, preguntan sin cesar, hasta lograr saber de quién se trata.  Todos los comensales deberán estar ya presentes en sus lugares antes de que se presente el Emperador; de manera contraria, uno ya no podría entrar al salón.  Así son Tiberio César y sus Guardias Pretorianos, incluido Fitus Heriliano.  Pero portar un arma ahí, ‘peccâtum maxîmus est’; es considerado intento de asesinato contra el César.  Por eso: “Capreæ: inexpugnabilis Insûla.”

 

¡Ave César! ¡Ave César! ¡Ave César!, saludamos todos con fuerte voz al momento en  que el Emperador hace acto de presencia; todo él es blanco y color flor de durazno, ese rosa pálido que se acerca al albeo.  Sus joyas son en oro purísimo, pero apenas suficientes: una corona de laureles exquisitamente entrelazada, un brazalete y dos anillos; uno en la mano derecha y otro en la izquierda.  Los aplausos también tienen que ser moderados y él mismo pone la medida; simplemente toma su lugar al momento en que desea que cesen.  Yo, por supuesto, estoy muy nervioso, a pesar de ser una más de muchas comidas a las que he asistido con el Emperador.  Igualmente, nunca he sido sentado como Tribunus Legatus en otro lugar que no sea su derecha; claro, siempre he estado con él en Europa y nunca le he acompañado ni a Asia ni a África, en donde yo cambiaría de posición indudablemente.

–        “Verito”, me da mucho gusto que estés aquí, alegras mis difíciles estancias; te lo digo con sinceridad, desde el momento en que te vi llegar, mi alma se alborozó, mi corazón se detuvo un momento y después tomo fuerzas redobladas.  Me dice con su suave voz de anciano agradecido.

–        Divino Tiberio César, eso es inmerecido de su parte para un humilde servidor de Usted y del Imperio; le contesto profundamente emocionado.

–        “¡Verito eres terrible!”, me dice con voz más baja aún y acercándose un poco hacia mí; tú siempre contestas lo que tu interlocutor espera que digas, yo podría hasta adivinar tus acertadas respuestas; nunca fallas, nunca te equivocas, siempre en la línea de la corrección y la prudencia.  ¿Qué dicen de eso tu querida Lili y tus ocho hijos grandes y pequeños? (Nada contesto porque no se qué dicen al respecto, nunca me lo había puesto a pensar; la próxima vez que esté en Villa Garlla se los voy a preguntar.)

–        Creo que estarán conformes. Balbuceo una respuesta.

–        Yo creo que no, “Verito”, ¿por qué no les preguntas, mejor? Y se sonríe sanamente viéndome como a un hijo que se ha extrañado por algún tiempo.  Yo simplemente sonrío y asiento con la cabeza.

–        Lo haré Divino Tiberio César; le digo y repite él conmigo casi al unísono:

–        Lo haré Divino Tiberio César; ¡Ya ves! Casi lo adivino, sonríe el hombre. Mañana quiero que nos veamos muy temprano en el Templo de Iuppiter que está en el Monte Solarum, tengo que hacerte unas confidencias y enseñarte algunas cosa que te servirán en el nuevo trabajo que tienes; ¿cómo es que lo llamaron tus ‘queridos’ Senadores?; a sí, “CHRISTUS MANDATUS”, “La Orden de Cristo”, sí de eso vamos a hablar largo y tendido tú y yo.  Pero eso será mañana, ahora come y no bebas mucho vino, soldado “Verito”, me dice dándome una palmada en la espalda.

Los veintiún años de diferencia en la edad entre Tiberio y yo siempre han sido un beneficio paternal para mí; cuando le vi por primera vez,  en Achaia, sofocando levantamientos de espartanos, yo tenía veintiocho años y él cuarenta y nueve.  Las batallas fueron cruentísimas, pues para los de Esparta morir no importaba y nosotros teníamos que luchar denodadamente para vencerlos; yo era Centurión y en la batalla de Lacedemonia tuve que encargarme de tres centurias a la vez, pues sus comandantes habían sido abatidos, logrando inclusive el mejor avance de las fuerzas romanas y el menor número de caídos.  Los dioses lo quisieron.

En la revisión de los resultados de esa batalla,  cada Centurión pasaba al frente de los Generales (en presencia de Tiberio, que entonces ya era Heredero al Trono de Augusto César), y rendía cuentas de sus hombres y armas.  Por la circunstancia de haber dirigido las tres Centurias, hube de pasar tres veces para responder a las preguntas del General a cargo, notándolo de inmediato Tiberio y diciendo:

–        ¿Cuál es tu nombre Centurio?, preguntó él.

–        Veritelius, Señor, le respondí.

–        ¿Por qué reportas tres Unidades de Centuria?

–        Porque yo las guié, ante la caída de sus Centuriones comandantes, Señor.

–        Buen trabajo, soldado; ¿en dónde naciste?, cuestionó.

–        En Roma, Señor, en Villa Veritas.

–        ¡Por los dioses, un Patricio en batalla!, exclamó Tiberio; y nadie lo sabía.  Más valía tiene tu esfuerzo, pues que sin necesitarlo, blandes la espada con denuedo por Roma.  Este hombre será desde hoy Jefe de Cohors, Generales; yo firmaré su ascenso.  Están ante el prototipo del soldado Legionario Romano; ya lo verán, será más grande que ustedes.  Dijo el verdaderamente Patricio (nieto de Augusto César, el Emperador, pues yo no lo era, ni lo soy), y Comandante General de las Legiones Romanas en Achaia, que estaba allí entre nosotros.

–        Veritelius, me dijo, tu abuelo fue un político que el pueblo romano nunca debe olvidar; la verdad y la sinceridad (que a él siempre le caracterizaron), han de ser nuestras insignias de vida.  Felicidades por tu valiente entrega que, seguro estoy, Mars ha querido que enseñaras hoy.

–        Gracias, Señor, Comandante General; solo pude contestar.

Así nos conocimos Tiberio y yo; desde entonces, nunca hemos dejado de tener contacto.  De allí me transfirió a sus zonas de lucha de expansión del Imperio en Belgium y Germania en donde me concedió dos ascensos más: a General Comandante y a General Magíster Legionario.  Veintiséis largos años de tratar a tan insigne persona, que hoy es nuestro amadísimo Emperador.  Solo los dioses saben qué hicieron en aquél memorable instante.

El banquete ha durado ya varias horas y Tiberio Julio César se levanta de su reclinum solium para partir.  El desfile de celebridades que han venido a saludarle a su lugar ha sido tal, que seguramente el hombre está más que agobiado que disfrutando.  En cada saludo me ha presentado con su invitado como Tribunus Legatus; y yo no creo poder recordarlos a todos si me los encuentro en otra ocasión.  Esto es una desventaja, pues ellos sí lo harán.  Yo aprovecharé para partir también, pues además del mucho trabajo que tengo que iniciar, también tengo que descansar del viaje marino (sin dormir) que hemos realizado.  Aquí en el palacio de la esquina Poniente Meridional la fiesta continuará; aquí se quedarán los invitados, en las más de cincuenta habitaciones que tiene esta magnífica construcción.  Tiberio César vive ahora en el Palacio del Centro el más silencioso de todos; nosotros nos quedaremos en el Palacio del Oriente, el que pronto será ‘Novus Villa Garlla’ y donde dejaré el inmenso cofre de aureus y al Centurión Nikko Fidias (desarmado) para resguardo.  Ya he pensado su trabajo.

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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.



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