EN BONONIA (camino a Roma) (4)

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¡Alabado sea Jesucristo!

 

Ciudad de México, Abril 14 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(4)

EN BONONIA (camino a Roma)

Iunius XVI

Estamos llegando al campamento de la milicia, la castra stativa, que se está convirtiendo en cuartel fortificado de base definitiva para el Ejército Imperial estacionado en Bononia; es verdaderamente grande: tres stadium de ancho por cinco de largo, para ocho mil hombres de infantería y seiscientos equites con sus respectivos corceles.  Tiene un foso de dos passus de ancho y dos de profundo; una vallum de trocos de madera sin refinar de cinco pies de alto y un agger para movilizarse dentro de la empalizada perimetral de dos passus.  El intervallum entre la cerca y las barracas, es una pista de arena para adiestrar a caballos y equites legionarios.  Tiene cuatro puertas: Al Septentrio la puerta Pretoria y al Australis la decumana; una principalis dextra al Oriente y una sinistra al Poniente.  Ya dentro, la galera de barracas pretorianas está justo a la entrada principal y circunda el lado superior de una plaza empedrada que tiene al fondo un pretorium de tres arcos y tres niveles de alto, ahora solo de madera, pero que será recubierto de cantera toscana amarilla.  Esto es una gran población militar, comparada con la civil de Bononia, que no alcanza las quince mil personas. 

Entramos en la magna construcción y nos hacen pasar a nuestras habitaciones, en donde tendremos aseo y un poco de comida para resistir la parada militar que nos espera; higos, ciruelas y duraznos, olivas negras frescas y verdes en vinagre, magníficos quesos, pan y vino mosto. Se ha lucido Nicandro en la preparación y en muy poco tiempo. Tadeus, mi asistente, hace hasta lo imposible por limpiar mi uniforme apresuradamente y lustrar el cassis con la crista blanca de gala; realmente quiere que luzca yo muy bien; también ha sacado el paludamentum, esta exquisita capa color púrpura, de seda y lana, que suelo usar en ocasiones de rigor.  El meticuloso asistente me revisa una y otra vez para que todo esté en orden y pulcramente presentable; él es el encargado de vigilar cómo se ve y se siente el Tribunus Legatus Militia que le ha tocado cuidar.  Yo soy uno de tres en todo el Imperium, él también. 

Todos estamos listos y salimos al encuentro de los más orgullosos soldados del mundo, los Soldados Legionarios Romanos. Subo el templete que han colocado al frente del pretorium, desde donde presidiré la presentación de armas de las centurias que marcharán: hastati, con sus grandes lanzas; los principes, nuestros orgullosos soldados de la primera línea; los triarii, la retaguardia indispensable en la batalla.  Luego los arcurii y los arcuballistarii; siguiéndoles los osados y valerosos soldados de asalto con sus máquinas y armas especiales; y al final la Caballería de Roma, el orgullo de todo Ciudadano Romano. 

A mi derecha se coloca el Magíster General Legionario Nicandro Munius, primus pilus del mando, hoy cedido éste en mi persona.  También están sus dos Generales de Legión alternos y los veinte Jefes de Cohorte que llevan el mando de las manipuli.  Los Centuriones, marcharán con sus respectivas centurias, esas falanges perfectas de diez hombres al frente por diez de fondo que forman la base del Exercitum Romanus Imperium.

En la plaza están perfectamente alineados unos tres mil hombres esperando la indicación para iniciar; los demás esperan en el intervallum que circunda el cuartel.  Concedo, asintiendo con la cabeza, comenzar las marchas.  El Magíster Nicandro, inicia con el más grande grito de amor, pasión y entrega que un Legionario Romano pueda dar:

- ¡Ave Tiberius Iulius Cæsar, Imperator Maxîmu.

- ¡Ave César!, ¡Ave César!, ¡Ave César!, responden en ensordecedor coro.

- ¡Ave Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!

- ¡Ave Tribunus Legatus!, vuelven todos a gritar a una voz.

- ¡Ave Roma Imperialis!

- ¡Ave Roma Imperialis!, contestan.

- ¡Iter Ingredi! ¡Agmen Agere! Las voces de inicio de marcha del ejército.

Muy pocas ocasiones son más emotivas que este momento; pensándolo bien, casi podría yo decir que solo otra: el inicio del ataque en el campo de batalla.  El corazón palpita aceleradamente de un instante a otro; la sangre se siente fluir por todas las venas del cuerpo, como queriendo brotar por algún lugar; la piel se eriza de pies a cabeza hasta terminar en un impulsivo escalofrío que cimbra el cuerpo.  No importa cuál sea la temperatura ambiente, uno suda frío y de súbito, caliente.  Los sentidos se afinan a su máxima expresión y la mente se aclara con diáfana vertiginosidad.  Espiritual y corporalmente, este es el momentum maxîmus de un hombre; y solo un militar en lucha lo puede lograr.  No conozco ninguna otra situación que requiera mayor entrega que ésta.  Si los dioses les concedieron a las mujeres parir, a los hombres nos concedieron guerrear.

Todo luce hermoso: los uniformes impecablemente limpios y arreglados de los Legionarios, con sus colores vivos y sus cathafractas y lóricas color marrón o aceradas para cubrir su pecho y abdomen; las armas que portan relucen de cuidado; las insignias, los labarum y vexillum que identifican a cada Centuria, a cada Compañía, a cada Cohorte y por supuesto, el estandarte de la Legión, brillan de pulidas. Todas las Legiones Romanas tienen un nombre, ninguna se repite; todas tienen un signo, siempre diferente.  ¡¡Y hay más de cinco mil Legiones en el mundo!!  Sabemos como se llaman todas, quién es su General, quiénes sus Cohors, quiénes sus Centurios y donde están destacadas o apostadas.  “Perfectum ergo”, decía Cayo Julio César Octavio Augusto, Divinus Imperator, refiriéndose con orgullo al Exercitum Romanus Imperium.

Han pasado delante de nosotros ochenta Centurias de hombres de a pié y tropas de asalto; ahora se presenta la caballería de las Legiones, el arma a la que aspira todo Legionario; unos lo lograrán, otros no.  Los mejores eques de Europa pertenecen al Imperio Romano.  La caballería le ha dado a Roma su grandeza y dominio; Generales, Cónsules y Emperadores, han basado sus victorias militares y dominaciones en la caballería, por eso es el orgullo del Ejército Imperial.  Las conquistas de Italia, Illirucum, Achaia (Grecia), Gallia e Hispania, solo se han logrado por la caballería. La Legión Décima del célebre Cayo Julio César, era ecuestre en su totalidad; por ella pudo él decir aquella celebérrima frase: “Veni, vidi, vinci”, con la cual dejó clara su participación en la expedición a Britannia.  Solo con la caballería puede uno ‘llegar, ver y vencer’ a su adversario; su poder es extraordinario.  Yo soy hombre de a caballo; equites, desde siempre.  Cierto es, ‘la dominación se logra con la infantería, pero la conquista se hace con la caballería’.

Así termina esta demostración de portentus de las fuerzas armadas del Ejército Imperial Romano estacionadas en Bononia; su Comandante en Jefe, Magíster Legionario Nicandro Munius la ha realizado.

- ¡Ave Tiberio Julio César, Imperator Maxîmum!, se escucha al General.

- ¡Ave César!, ¡Ave César!, ¡Ave César!, responden todos.

- ¡Legionarios del Ejército Imperial Romano! ¡Ave Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, Héroe en vida de nuestras Centurias y Legiones!

- ¡Ave Tribunus Legatus!, es la respuesta a todo pulmón.

- Honorable Tribunus, continúa el Magíster, estamos muy complacidos de su casual estancia entre nosotros; hemos querido reconocer con esta parada militar sus amplísimos méritos en campaña; como Legionario Romano en Macedonia, como Centurión en Dalmatia, como Jefe de Cohorte en Achaia, como Comandante de Legión en Belgium, como Magíster Legionario en Germania, como Magíster Legatus en Gallia, como Tribunus Legatus en Hispania, y hoy, insigne Héroe en vida del Ejército Imperial Romano.  Treinta y siete años de servicio ininterrum-pido para las Glorias de los Emperadores Cayo Julio César Octavio Augusto, de divino recuerdo; y Tiberio Julio César, nuestro amadísimo Emperador; pero sobre todo, ¡para la Gloria de Roma!  ¡Ejemplo de vida militar, de honor y entrega para todos los que estamos aquí y para todas las fuerzas armadas del Ejército Imperial Romano! ¡Que los dioses guarden su vida muchos años, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!  ¡Ave Tiberio Julio César!, termina diciendo el fiel soldado.

- ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Legatus!, responden a la arenga del Magíster.

- ¡Legionarios Romanos, Ave Tiberio Julio César!, empiezo diciéndoles.

- ¡Ave César!, contestan al unísono.

- ¡Son ustedes parte viva del orgullo del Ejército Imperial!, les digo; he visto con claridad los valores de disciplina, gallardía y honor que deben distinguir a un soldado Legionario, portando sus uniformes, sus armas y sus insignias. 

      ¡Estoy muy orgulloso de ustedes, lo está el Emperador y lo está Roma y su          pueblo! ¡Siglos de Gloria esperan al Imperio! Y ustedes son constructores de este destino, edificadores de nuestra amadísima “Pax Romana”; ¡Que      haya salud, bienestar y amor en sus vidas! ¡Ave Tiberio Julio César! ¡Ave        Roma Imperialis!

- ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Legatus!, se escucha el coro de las Legiones.

 

La exuberante pasión Legionaria del Magíster Nicandro, le ha hecho cometer un error imperdonable, si no se soluciona de inmediato: no ha invitado a un solo civil a esta magna demostración militar.  El ejército existe por sí solo, pero solo se justifica en el pueblo.  Esto es sine qua non, condición irrefutable; de cualquier otra manera, es invasión, represión o conquista; y un ejército propio, nunca debe significar eso para su pueblo.  Esto me va a costar muchos aureus, muchas monedas de oro, pero tiene que ser borrado el desagravio; más aún en estas tierras de Æmilia-Romania. 

La noche aún no cae del todo, en el horizonte se aprecia la luz tardía del término de la primera vigilia; el campamento todo se ha transformado en un gran salón de banquetes en donde sobre las mesas de arreos han colocado viandas para toda la tropa y vino en grandes cantidades.  Ordeno al Magíster Nicandro que solo se consuma la mitad de lo dispuesto para la ocasión y se guarde la otra mitad para el día siguiente; igualmente, le doy mis instrucciones para solucionar el error de no haber considerado a los civiles y al pueblo.

 - Magíster Nicandro, mañana, antes del medio día, deberá usted realizar la misma demostración militar que ha hecho hoy, en la Plaza Central de Bononia con la asistencia de todo el pueblo, sus jefes y sus importantes.  Le entrego doscientos aureus para que adquiera las viandas necesarias para una celebración digna.  Ni siquiera mencione mi nombre en este gesto, pues es el suyo el que tiene que ser limpiado de tan imperdonable omisión.  Y recuérdelo siempre: “El ejército existe por sí solo, pero solo se justifica en el pueblo.”  Más aún si éste es romano.

- ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, Mentor mío!, me responde, ¡Agradezco al dios Marte que Usted haya pasado por estas tierras!  La única intención era el reconocimiento de mí héroe, su persona; jamás quise con ello ofender a nadie.  Pero estoy consciente de mi error y agradezco su invaluable intervención para solucionarlo. ¡Que Marte le procure larga vida, Tribunus!

Todo, no se puede. Siempre habremos de conformarnos con lo que la vida nos da; en lo propio, en los afines y en los extraños.  Porque tenerlo todo, no se puede.  Este hombre es un gran soldado, un extraordinario militar, pero dotes de político, no tiene; será necesario vigilar de cerca sus actuaciones, más aún las populares, pues, no obstante la buena intención, puede equivocarse y causar severos daños en las relaciones milicia – pueblo, que tanto procuramos en el Imperio Romano.  Si así lo hacemos con los extranjeros, más tenemos que prodigarnos con los propios.

Nuestra salida hacia Florentia es puntual, al alba.  Todos estamos cansados por los tres últimos días que hemos vivido.  Si bien han sido celebraciones continuas, en Placentia, Parma y Bononia, también éstas cansan; además, nosotros hemos cabalgado las doce horas del día entre cada lugar, muy agradablemente, es cierto, pero todo ello cansa.  A nuestro arribo a Montepiano, no aceptaré ninguna manifestación, ni celebración; todos tenemos que descansar.  Además, en ese paso de los Appennini, no hay nada, solo la patrulla militar de vigilancia que es cambiada cada dos días entre los destacamentos de Bononia y Florentia.

- ¡Tadeus!, llamo a mi asistente, designe dos hombres que vayan a galope hasta el puerto de Montepiano; que se aseguren que todo esté listo para nuestro arribo; solo comeremos y seguiremos camino hasta Florentia.

- A la orden, Tribunus Legatus.

 

A partir de aquí iniciamos el ascenso de los Montes Appennini, dejaremos atrás la única llanura italiana que existe; desde Ariminum en Æmilia-Romania, hasta Tergeste en las tierras de Aquilea; y desde allí, hasta el lomerío del Taurin en el Pía Monte.  Un triángulo amplísimo que contiene todo el Padus y nuestro querido Mediolanum, con Villa Garlla en su corazón.  Todo lo demás de Italia, salvo algunas mesetas y valles amplios hacia las costas, son montañas, montes y lomas desde el Mare Adriaticum  hasta el Mare , de Oriente a Poniente; y hasta el Mare Ionium en el extremo Australis.  Los paisajes que veremos subiendo, cuando los claros de los bosques nos lo permitan, con la llanura a nuestros pies, serán algo digno del lugar de los dioses en Olympus; verde abajo, gris luminoso en medio, blanco incólume arriba y azul celeste techando todo. 

Además, el clima es templado, muy agradable y los olores de la tierra mojada por las lluvias y evaporizada por el Sol, son una fragancia que uno recuerda siempre e instintivamente.

La distancia que recorreremos es corta, pero el camino es sinuoso y en constante ascenso, por lo que el avance es lento.  Lo que en la magnífica Vía Æmilia avanzábamos con gran facilidad y a buena velocidad, aquí será contrario.  Son apenas doscientos cincuenta estadios, quizás un poco más, pero haremos el tiempo de media jornada de luz de día.  En Bononia no pudimos realizar nuestra parada a comer en el camino, porque se nos adelantó el Magíster Nicandro, pero ahora, espero, nada impedirá que lo hagamos en pleno bosque de Tuscia. No he podido hablar con mis hombres y eso es muy importante hacerlo; el contacto con el comandante de la misión de parte de sus integrantes, sea cual fuere su grado, es muy importante para el cumplimiento de las responsabilidades asignadas y el desempeño del grupo.  La tropa necesita ser liderada siempre; de los triarii a los Legionarios, de éstos a los Centurios, de ahí a los Cohors, y aún a los Generales.  El pensamiento de los superiores debe poder motivar a los delegados; las preocupaciones del mando solo serán soportables si ordenanzas y ejecutores tienen la misma línea de acción; y eso, lo lee el soldado de su superior inmediato.  Por ello la comunicación entre la tropa y el mando debe ser constante, sincera, verdadera y respetuosa.

Estos bosques están llenos de árboles, tanto es así, que esta vereda militar requirió derribar cientos de ellos para tener un camino accesible para la tropa entre Florentia y Bononia. También abundan los animales: hay venados, borregos salvajes y jabalíes, en las partes bajas de las laderas;  los tres son una delicia para comer, realmente son dignos de una mesa de reyes; si vemos alguno, por supuesto que lo cazaremos.  Las bayas silvestres, algunas dulces, son también agradables de sabor y muy propias para los estofados, esos guisos que tanto hacemos en campaña y tan variados son.  Algunos Legionarios son expertos en el arte culinarius.  Hemos alcanzado la cima y en breve estaremos en el puerto Montepiano, ni siquiera es medio día, y además, no habido ningún contratiempo; esto es lo que yo llamo una viaje asistido por los dioses.  Nos llega de entre los árboles un olor entremezclado: huele a piñas y ramas de pino quemándose; y a carne asada a las brasas.  No recuerdo que haya gente viviendo en estos lugares, solo hay puertos de vigilancia militar.

- ¡Allí están! Grita uno de los Legionarios al divisar las cabañas de resguardo del puerto; ahora los podemos ver todos y también nos damos cuenta que han preparado dos fogatas: en una hay un caldero, en la otra se cuece un animal.  Estos hombres me han leído el pensamiento, la comida será esplendorosa; estoy seguro de ello.

- ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, gritan todos al percatarse de nuestra presencia, faltándonos medio estadio para llegar.

- ¡Ave César!, contestamos todos el saludo, mientras avanzamos.

- ¡Ave Tribunus Legatus!, soy el Centurio Rómulo, Jefe de Guardia de este puerto, ¡sea usted bienvenido a nuestra instalación!, me dice el soldado muy animoso y con un semblante feliz por el acontecimiento.

- ¡Ave César!, Centurio Rómulo; ¿qué es eso que veo en el fuego?

- Es venado asado a las brasas, Tribunus, y un estofado que ha preparado nuestro coquus según indicaciones de Marcus, uno de sus hombres, que ha llegado con sus órdenes, me responde el hombre muy serio y formal, cambiando su aspecto original.

- Pues entonces, les digo, ¡Legionarios de Roma!, ¡comamos y disfrutemos juntos, que estas oportunidades son bendición de los dioses!

- ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, gritan todos plenos de alegría por la oportunidad que se les da.

 

No hay divanes en donde recostarse para comer, igual que en el campamento de Bononia, han usado las mesas de armamento para colocar los alimentos; como tampoco hay charolas y bandejas, los parmula, esos escudos circulares pequeños que usan los soldados triarii, servirán para ello.  Exactamente lo que venía pensando en el camino, es lo que estos hombres han preparado para comer.  Tadeus ha bajado ya los quesos, los panes y el vino que traíamos como viandas; serán partidos y repartidos entre todos a partes iguales, él sabe que así es como yo ordenaría que se hiciera.  Domus, el cartaginés, se adelanta, daga en mano, para cortar una parte del venado, que está en su punto de cocimiento y colocarlo en la improvisada mesa.  La convivencia empieza, es extraordinaria.

Todos se sirven en lo que pueden, pero la presencia de un superior del Alto Mando les llama al recato, no quieren parecer impropios ante el dignatario; y no lo digo porque sea yo, sino por el respeto que estos valientes soldados tienen por sus comandantes. El sacramentum, ese juramento que todos hemos hecho delante del General que nos ha incorporado a las armas del Imperio, siempre lo llevamos en el corazón.  Todos los soldados romanos sabemos que: “al compañero, la ayuda necesaria; al superior, el respeto incondicional; al César, la entrega total, a Roma la donación vital”.

Los treinta y tres hombres que estábamos allí, hemos comido como auténticos inmortales; en este momento nos envidiarían todos los hijos humanos de los dioses.  Después de tanta y tan deliciosa comida, va a ser muy difícil bajar hasta el Río Arnus por las empinadas laderas de los montes, sin caer del caballo de vez en cuando.  Otra gran reunión no planeada que ha resultado sensacional; he hablado personalmente con cada uno de los soldados del puerto de vigilancia y han quedado muy complacidos.  Pero con mis hombres no lo he podido hacer; lo haré en el trayecto hasta Florentia.  La tarde ha puesto un techo nublado de cúmulus, esas nubes que parecen montañas con nieve en la cima, que relejan difusa la luz solar causando una gran claridad, pero que cuando tapan el Sol producen una sombra muy agradable.   Faltan tres horas para la primera vigilia, si salimos en este momento, llegaremos a nuestro destino todavía con luz en el firmamento.

La vereda de bajada no será peligrosa, pues aunque ha llovido, ahora la tierra está húmeda pero no resbalosa; llevaremos buen trote todos juntos.  Empiezo a llamar a mis hombres para charlar con cada uno.  Como Marcus fue, en cierta medida, el que organizó la comida, le llamo a él primero.

- Te agradezco la preparación de nuestros alimentos, ha sido estupendo, pero dime Marcus, ¿cómo te encuentras?, ¿qué te han parecido los acontecimientos?, ¿cuáles son tus deseos en los próximos años?

- Como le comenté hace dos días, yo realmente creo que los dioses ven por nuestras vidas; si yo no estuviera a las órdenes de usted, Tribunus Legatus, jamás pudiera haber vivido las experiencias de este viaje.  Le agradezco a Marte los momentos que me ha concedido y que usted sea uno de sus hijos predilectos.  Dentro de muchos años, si los vivo, le contaré a mis hijos y a los hijos de ellos esta magnífica experiencia.  En Parma, cuando nos quedamos en la guarnición, tuve la dicha de saludar algunos Legionarios con los que había estado en otros lugares; ellos hablan de mi buena fortuna por transcurrir mi vida a lado de usted.  Por supuesto que estoy consciente de esa gran ventaja, pero como usted me dijo la vez pasada que me permitió hablarle, son dos vidas que se unen en un punto en el devenir de las mismas.  Yo espero, Tribunus Legatus, que este punto no se despegue jamás; por un hombre como usted yo daría gustoso hasta mi vida.

- La vida, Marcus, debe entregarse por los ideales, no por los hombres.

- Entonces, Tribunus, enséñeme sus ideales para que pueda yo seguirlos y con  ellos me mantenga a su lado.

- Son muy sencillos, Marcus, respondo a su solicitud; Roma y su Imperio, como ideal de vida; el César y tus superiores, como ideal de realización personal; tus compañeros legionarios y tu familia, como ideales prácticos de los dos anteriores; así, la gente con quien convives, se apoyará en ti; la gente que te comanda confiará en ti, y Roma y su Imperio esperarán de ti.  Una misma línea de pensamiento, correspondida por un mismo sentido de acciones.  Eso deben ser nuestros ideales.

- Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, le agradezco a usted y a Marte las oportunidades que me brindan; haré cuanto haya de mi parte para que sean correspondidas. ¡Ave César!

- ¡Ave César!, Marcus.  Avísale a tu pareja que quiero hablar con él.

- ¡A la orden Tribunus!, contesta el joven militar y se retira.

- ¡Ave César!, ¡Ave Tribunus Legatus!, aparece de inmediato mi siguiente interlocutor. Soy Diófanes Pireo, señor, griego de nacimiento pero Legionario y Ciudadano Romano por elección, a su mandato.

- ¡Ave César!, Diófanes; solo quiero que platiquemos un poco, dime, ¿cómo es que llegaste a pertenecer a mis hombres?

- Su asistente Tadeus, Tribunus, me recomendó con usted hace tres años, cuando usted inició su retiro en Roma y formó está guardia exclusiva.

- Y ¿por qué te recomendó él?, vuelvo a preguntarle.

- Por diez años de servicio en su Centuria, Tribunus.

- Bien, Diófanes; dime, ¿cómo han ido las cosas para ti en la militia?

- Maravillosamente, Tribunus Legatus; he tenido la gracia de nunca haber sido herido gravemente en campaña; de tener una familia con la que puedo convivir; pero sobre todo, de estar dentro de los hombres a su servicio y potestad, Tribunus.  Me considero muy afortunado de Grádivus, nuestro querido protector Marte.

- ¿Qué le pedirías a Roma y su Imperio, Diófanes?

- Que exista per ‘sécula seculorum’, Tribunus, para que lo que yo he vivido lo puedan vivir mis hijos y los hijos de ellos.

- Así será, Diófanes; así lo quieren nuestros dioses y nuestro Soberano Emperador Tiberio Julio César.

- Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, aprovechando que se me presenta esta gloriosa oportunidad, quisiera pedirle un gran favor.

- Dime, Diófanes, le contesto.

- Yo estoy seguro que usted vivirá muchos años, porque aún es muy joven y sus encargos cada vez son mayores y más importantes; no sé a qué vayamos a Roma en este viaje, pero de lo que sí estoy seguro, es que usted será usado para gloria de nuestro Emperador y del Imperio; por ello, le pido que tome en cuenta a Tito, mi único hijo y de madre griega, para sus servicios.  Tan solo saber que esto podría ser, me daría paz al morir.

- Será, Diófanes, siempre que la posibilidad esté en mis manos decidirlo.

- ¡Ave César, Ave Tribunus Veritelius de Garlla! ¡Que los dioses le cuiden!

 

Le toca el turno al más ‘viejo’ de mis acompañantes: Ícaro, un macedonio Ciudadano Romano, de gran valor para mí y para el Ejército; tiene cuarenta y cinco años y nunca se ha casado; hay muchos jóvenes en plenitud física que no podrían doblegar a este roble humano en destrezas de fuerza.  Hemos batallado juntos más de veinte años en la milicia.  Él era triarii cuando le conocí; yo era Centurión en Dalmatia.  Lo mantengo conmigo por su amplísima experiencia en viajes y abastos, nadie iguala sus conocimientos; pero en tácticas de guerra, el hombre simplemente no tiene idea.

- Ícaro, amigo mío, ¿cómo te encuentras? Inicio la conversación.

- ¡Ave César, Tribunus Legatus!, me responde el fiel soldado.

- Hoy no hay formalismos entre tú y yo; quiero que saques de tu corazón una o varias preguntas que te inquieten, yo sé que las hay, por ello te digo que saques al menos una para ganar algo de tranquilidad para ti.

- Sí hay, Tribunus; y le agradecería mucho que me las aclarara, pero puedo parecerle algo más que indeciso o torpe, Tribunus, y ello puede perjudicar la imagen que haya ganado con usted, me dice.

- No, Ícaro, no será así; esta vez todo será en ventaja tuya.  Le respondo animándole.

- Estos últimos días que usted y los dioses me han concedido vivir, que han sido los más radiantes y emotivos que recuerdo, han reanimado una duda en mi interior: ¿por qué, si somos una nación con tanto qué hacer en nuestra tierra y con nuestra gente, tenemos que guerrear con otros pueblos, Tribunus?

- Alguna vez en mi vida, Ícaro, también yo tuve ese cuestionamiento en mi alma; pero, mira, lo que pensé entonces sirve para ti también, ahora.  Yo nací en Mediolanum cuando era Emperador el Divino Cayo Julio César Octavio Augusto, mis padres eran Ciudadanos Romanos también por nacimiento; yo puedo preguntar por qué si ‘somos una nación’, así como tú dices. Pero tú no deberías poder decirlo, Ícaro, porque no eres romano por nacimiento; y sin embargo te incluyes como parte de esa nación, a pesar de se macedonio, nacido en macedonia y de padres macedonios; porque eres y te sientes Ciudadano Romano.  Roma, Ícaro, tiene una misión que cumplir en el mundo, y eso es lo que hace, cumplirla; Roma no le hace la guerra a los demás pueblos, el Imperio Romano quiere que todos puedan vivir en paz y prosperidad como lo hacemos nosotros, los Ciudadanos Romanos; pero algunos pueblos no quieren cambiar sus costumbres bárbaras; no quieren prosperar, ni avanzar en su cultura y entonces es cuando Roma tiene que usar su fuerza.

- Pero, Tribunus Legatus, ¿por qué si esto es bueno, como lo es, no todos lo quieren?, me interrumpe el hombre.

- Porque quieren seguir viviendo en la anarquía, en la discordia, en las leyes del más fuerte; y no de la razón, Ícaro.

- Y si no lo quieren, Tribunus, ¿por qué no los dejamos como están?

- Porque entonces Roma no estaría cumpliendo la misión que los dioses le han encomendado en su existencia, que es establecer: Pax, Lex, Order.  Nosotros lo queremos así, en ese orden de aparición, pero muchos pueblos quiere primero la guerra, después la ley y al último el orden, para llegar a la paz.  Roma y sus Emperadores, Ícaro, están llamados a la grandeza y a la inmortalidad, por eso luchamos tú y yo; por eso luchan las huestes Legionarias del Ejército Imperial.  Roma no conquista; Roma gobierna con la paz, la ley y el orden.  Nosotros hemos conjuntado lo mejor de muchas culturas, para llevárselo al mundo y civilizarlo.  Esa es nuestra misión, Ícaro, en la cual tú estás incluido por como te sientes: un orgulloso Ciudadano Romano, sin importar dónde hayas nacido.

- ¡Ave César!, grita emocionado el buen soldado después de escucharme; ¡Usted será grande también, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!

- ¡Ave César!, Ícaro, le respondo; ¿Cómo ha quedado tu duda?, le inquiero.

- ¡Todo aclarado, mi señor; doy gracias a Marte de tenerle tan cerca!

Así con cada uno de ellos; todos fueron teniendo su oportunidad de conversar, de expresar sus anhelos, sus respetos, sus valores y sus miedos, inclusive. Con todos pude hablar, a todos escuché y aconsejé cuando se necesitaba; si la tropa en campaña debe ver y oír a su General para mantenerse motivada y presta para la acción, estos hombres exclusivos también lo necesitan, también hay que dárselos.  Es vital para la naturaleza humana la información, sus ideales y su involucra-miento personal; sin esto, el hombre es duda; y la duda a veces mata.

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 Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

 

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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.



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