EN PARMA (camino a Roma) (3)

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¡Alabado sea Jesucristo!

 

Ciudad de México, Abril 7 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(3)

EN PARMA (camino a Roma)

Iunius XV

El caserío ha crecido mucho desde la última vez que pasé por Parma, inclusive ya hay pequeñas villas con una gran casa al centro y algunas de menor tamaño que la rodean; pero todavía son de madera, todas.  Aquí vive Rubicus Antanae, el hombre que más vende queso en toda Italia; habrá que saludarle de paso.  Cuando el comercio crece, la milicia también; la antigua estación de Parma se ha convertido en Guarnición y sus instalaciones también se han mejorado. 

Estamos llegando a las caballerizas del Ejército Imperial y somos recibidos con todos los honores correspondientes; los vigías nos detectaron desde la Vía Æmilia y este enclave militar está preparado para nuestro arribo.  Como se encuentran formados en la arena de la caballeriza, sin desmontar, paso lista a la tropa; son más de trescientos legionarios y soldados de infantería, con una escuadra ecuestre, con todos los rangos que el grupo requiere. 

Mi uniforme (con la cathafracta que cubre mis hombros, pecho y abdomen), originalmente de color gris metálico, con guirnaldas e incrustaciones de oro, ahora solo luce un color: el del barro que se ha adherido en el camino durante la cabalgata.  Mi asistente y mi ayudante se encargarán de que vuelva a lucir impecable, en cuanto haya tiempo para la limpieza personal y de arreos.  Lo único que se salva de lucir digno es el cassis, este yelmo de metal que solo usamos para la batalla y las paradas militares, y que durante los viajes lo cambiamos por el galerus de cuero y que es más ligero. Al momento de detener mi caballo, el Jefe de Cohorte se apea de inmediato a mi lado deteniendo las riendas del corcel y saludándome:

–        ¡Ave César! ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, sea Usted bienvenido a Parma!, me dice el impecable soldado.

–        ¡Ave César!, le respondo con voz fuerte para que todos me oigan; y entonces, todos los presentes, a coro, dicen:

–        ¡¡Ave César, Ave Generalis!!

–        Soy Ladeo, Centurio Jefe de Cohorte al servicio del Emperador Tiberio Julio César y de Usted, Tribunus Veritelius; y continúa: Sus aposentos están preparados señor, al igual que los de sus acompañantes.

Desmonto y nos encaminamos a las habitaciones; el tozudo cohors, jefe de todos aquí, se apresta para rendir el informe de rigor:

–        No hay novedades de guerra ni levantamientos que informar Tribunus Veritelius, me dice, todo se encuentra en plena Pax Romana; nuestra labor principal consiste en vigilar la aldea de posibles incursiones de ladrones fortuitos contra las caravanas de comercio.

–        Me doy por enterado, Jefe de Cohors Ladeo.

–        Algo más, Tribunus, me interrumpe antes de que le despida, el ciudadano civil Rubicus Antanae ha enviado un mensajero que ha informado que ‘para su amo será un honor invitarle a cenar en su palacio esta misma noche, si Usted acepta’.

–        Respóndale que con gusto estaré allí al toque de inicio de la segunda vigilia.  Que iré solo.  No, espere; ¿Usted ha comido con él, Jefe Ladeo?

–        No, Tribunus Veritelius, me responde.

–        Entonces avísele que iré acompañado de cinco personas más; éstos serán Usted, sus tres Centuriones y mi asistente.  Dé las órdenes pertinentes y avísele a la tropa que la cena de hoy es por cuenta mía, hasta la tercera vigilia: “Non memoria oscuratta est” (“Sin perder la conciencia”); mis Legionarios serán los vigilantes del orden.

–        ¡Ave César! Le despido de inmediato.

–        ¡Ave César!, ¡Ave Tribunus Veritelius de Garlla!, se despide él.

Tadeus, mi asistente, que tiene las facultades de un Centurio en voz, acto y mando, ha tomado debida nota de mis instrucciones, por lo que manda llamar tres triarii (soldados mínimos), para que le ayuden en la faena: ‘impeccabílis presaentia’; el Tribunus Legatus asistirá a una reunión civil como Oficial del Ejército Imperial. Mientras me despojo del uniforme, reviso la habitación y me doy cuenta de que han preparado ¡¡un baño con tina!!; de haberlo sabido antes, le digo a Rubicus Antanae que dejáramos su cena para otra ocasión.  Solo tendré una hora para disfrutar esta delicia con agua y vapor; ¡esto sí que es un desperdicio!, ha sido un imperdonable error de mi parte, ya no hay nada qué hacer.

Rubicus Antanae es un comerciante que, al amparo de su Ciudadanía Romana y su dinero, realiza compras en Asia Menor con frecuencia; adquiere vidrio en todas las formas imaginables, telas de finísima textura y calidad, especias con sabores deliciosos y perfumes de aromas exquisitos.  Compra en grandes cantidades, a precios muy regateados y revende en Italia todo lo que trae.  Le sobran clientes desde Calabria hasta los Pía Montes.  Algunas cosas las vende hasta en cien veces el valor de lo que él ha pagado;  como no lucra con el pueblo, sino con los ricos y poderosos, lo que hace es legal, pero inmoral, desde mi punto de vista.  Entiendo que el riesgo de traer estas cosas es altísimo, pero tener ganancias de noventa y nueve partes por una, se me hace exagerado de cualquier forma; ningún tributo al César tiene esas proporciones.  Por ello lo juzgo inmoral.

El palacio que Rubicus está construyendo, también es desproporcional a Parma; es de cantera labrada, en el más puro Estilo Corintio que existe.  Columnas, capiteles, dinteles, frontones y ventanas dan muestra de los diseños griegos de su edificación.  La medidas exteriores no tienen igual con ninguna otra construcción en el caserío, ni siquiera la Guarnición Legionaria es tan grande; creo que este hombre, o está desperdiciando su dinero o él tiene muy buenas razones (que yo no conozco), para hacerlo; es muy buen comerciante y no le he visto fallas en eso.  Además, sus inmensos ganados le permiten producir una gran cantidad de quesos, que vende en todas las comarcas y para el Ejército Imperial.  Esto solo se logra con La Pax Romana; no tengo ni la menor duda.

Al toque de la diana de la segunda vigilia, llegamos a la puerta del palacio del magnate de Parma; entramos a una pequeña plaza en donde nos recogen los caballos, acto seguido, dos sirvientes negros tienden un lienzo tejido en púrpura a nuestros pies, desde el pórtico hasta la entrada principal, sobre el que debemos caminar para entrar al palacio; allí un ‘palatium praefectus’ (esos hombres que se han empezado a usar mucho en las grandes casas de los ricos e influyentes para que todo en el ‘domus’ esté en orden), griego seguramente, nos conduce a un gran salón en el interior de la casa; y ya allí, un arlequín nos anuncia con gran voz: “En presencia, ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, Jefe Magnus del Ejército Imperial Romano!”, ha gritado el hombre, en el mejor Latín que haya oído yo.  Todos los invitados, que yo calculo deben ser más de cien, se levantan de sus lugares haciendo una valla a nuestro paso (y aunque hemos llegado puntualmente, el lugar se encuentra repleto); de inmediato hace su aparición el anfitrión, para recibirme con una ‘inusual’ caravana.

–        ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, repite el hombre, ¡es un inmenso honor y placer tenerle en estas tierras y que visite mi humilde morada!

–        ¡Ave Tiberio Julio César!, digo contestando el saludo, y contestan a coro:

–        ¡¡Ave César, Ave Tribunus!!

–        Me place mucho estar con usted, Rubicus Antanae y con sus invitados; agradezco en nombre del Emperador sus distinciones. Mi estancia en Parma es solo de paso a Roma, a donde he de llegar cuanto antes, pues he sido llamado por nuestro queridísimo Emperador.  Sin embargo, atiendo gustoso su invitación en nombre del César.

Todos tenemos un amplio diván a la mesa, específico y asignado por el anfitrión  en un triclinium, esta especie de ‘u’ rectangular que han preparado para la cena; a la cabecera al centro, nos sentaremos Rubicus Antanae y yo; a mi derecha, el Cohors Ladeo; al centro del ala derecha mi asistente Tadeus y un centurión; y en el ala izquierda al centro los otros dos centuriones que nos acompañan. Hay tres triclinium más aparte del nuestro, en donde se reclinan muy cómodamente veinticinco comensales. El convivio inicia con música muy propio de las celebraciones romanas; en la parte abierta de las mesas, han colocado un grupo de músicos con toda clase de instrumentos de aliento, cuerdas y percusiones; sus sonidos son suaves y agradables al oído.  En ese mismo instante, aparecen unos sirvientes portando las viandas que degustaremos; traen grandes platones con toda clase de carnes, además de legumbres y verduras arregladas y adornadas con una exquisitez digna de una fiesta imperial, igualmente algunos portan antorchas que iluminan los platos y su contenido. 

Rubicus sí que ha sabido aprovechar sus viajes y su inmensa fortuna;  los sirvientes hacen fila al centro de las mesas, listos para iniciar a servir a los comensales. Se mueven sincrónicamente al ritmo de la música, logrando arrancar exclamaciones de admiración de todos los asistentes. Es todo un espectáculo de luz, sonido, movimientos y aromas.

Todos cuantos estamos en el lugar, aplaudimos llenos de gusto; ¡Que maravilla es La Pax Romana!  Ciertamente sorprendido, pues estas demostraciones solo son propias de la Urbe o Pompeii, pero me doy cuenta que ya también en las Provincias en Italia se empiezan a copiar las costumbres de la Gran Ciudad y de los Senatoris.  Ojalá solo copien lo bueno de estas costumbres y no las bacchanalis en que terminan.

–        ¿Qué le parece Tribunus Veritelius?, me pregunta el anfitrión.

–        ¡Sensacional!, le contesto; ¡Es usted un mecenas del arte culinarius!

–        Todo sea por su feliz estancia Tribunus. (Suelta una risa a todo pulmón)

–        Cuénteme, Rubicus, ¿a dónde ha viajado ahora?

–        Usted no debe preguntar eso, Tribunus Veritelius, usted lo sabe todo; no hay nada que un Ciudadano Romano de mediana importancia haga, que se escape de su ‘aliquem alicuius rei’, esa red de información que tan bien maneja usted al servicio de nuestro amadísimo Emperador, desde los días de sus campañas en la Germania. Pero atendiendo su amable cuestionamiento, puedo decirle que he estado en Palestina; ¡qué lejos está eso de aquí!, y sin embargo, hasta allá llegan nuestras huestes, nuestra cultura y nuestra influencia. ¡Ave César!  Aquello son conatos de sublevación todos los días, profetas  y profecías que cumplirse, sacrificios de animales al Dios Supremo, fiestas y lutos todas las semanas; en fin, es algo verdaderamente difícil de entender para un romano común.  No obstante, nuestros hombres viven gustosamente en las ciudades y ciudadelas que han construido los reyes locales, desde Herodes el Grande, ya muerto; y ahora con su hijo, Herodes Antipas.  Hay dos de estos lugares especialmente, en los cuales uno no extraña Roma: Cesarea y Tiberíades, son un pedazo de Roma allá. ¿Conoce esos lugares Tribunus Veritelius?

–        No, nunca he estado en ellos; pero como usted mismo dice, ‘aliquem alicuius rei’, he sido informado suficientemente al respecto. (El estruendo de su risa es casi insoportable).

–        ¿Ha oído de un tal Iesus Nazarenus? –me pregunta –  Este es el último ‘profeta’ que les ha ‘aparecido’, y el hombre ha armado tal cantidad de manifestaciones portentosas, que ahora la gente cree lo que él mismo dice: ‘que es El Hijo de Dios’, no dice de cuál, pero sí de Dios.  (Nuevamente el sonido de su risa).  Yo le he visto en Galilea, en donde predica, y realmente he quedado muy bien impresionado con sus discursos; no me ha tocado ver ninguno de sus ‘milagros’, así les llaman los judíos, pero Zaqueo, un gran amigo mío, que es jefe de recaudadores de impuestos para el Imperio en Jericó, me asegura que es maravilloso, aunque él nunca le ha visto.  (Otra vez la risa en carcajada).

–        Sí, sé algunas cosas acerca de ese hombre.

–        Le sigue una gran cantidad de personas, Tribunus Veritelius, algunos son conocidos como ‘Apóstoles’, otros como ‘discípulos’ y los más como simples ‘seguidores’.  Además debe ser muy rico, pues aseguran que un día les dio de comer a todos, unas cinco mil personas, pan y pescado hasta saciarse.  ¡Yo jamás podré hacer eso, Tribunus! (y la risa estridente sin faltar).  Si alguna vez va para allá, Tribunus, contáctelo, él estará muy interesado en ‘anunciarle su Evangelio’, así dicen sus Apóstoles. (Una carcajada más).

–        Creo que va ha ser difícil que yo le conozca personalmente, Rubicus.

Información, eso es la base de todo en la vida.  Si uno tiene información del plan de guerra del adversario, y él no, la victoria está asegurada.  Si uno tiene información del devenir de los acontecimientos sociales, las decisiones de gobierno son seguras y por lo tanto, el pueblo apoya.  Si uno tiene información de los niveles de producción de otros terratenientes y agricultores, uno sabe qué sembrar, cuánto vender y cuándo retirar sus productos, asegurando así mejores ingresos.  Por eso, en lo dicho: ‘Información, eso es la base de todo en la vida.’ 

Y de acuerdo a esto, Rubicus Antanae, no tiene toda la información que él cree poseer, pues al día de hoy, él no sabe que Iesus Nazarenus ha sido crucificado; por eso le digo que yo no le podré conocer personalmente.

A esta cena ha venido gente de Fidenza, Reggio, Carpio y hasta de Mutina, lo cual quiere decir que la información de mi viaje está corriendo más rápido que lo que yo estoy llegando a mis destinos; tendremos que hacer algunos cambios, y pronto, pues de seguir esto así, en Florentia tendríamos que quedarnos dos días.  La fácil movilidad entre estos pueblos y aldeas se debe sin duda a esta maravilla de trazo que es la Vía Æmilia, por la que cabalgaremos todavía hasta Bononia; a la seguridad de los caminos por la custodia de las Legiones Romanas; y a la prosperidad que se vive en el campo Etrusco Æmiliano.  Medito esto, cuando suena a lo lejos la diana del inicio la tercera vigilia; la hora de nuestra partida ha llegado, por lo que me levanto de mi asiento para despedirnos de la concurrencia:

–        ¡Honorables Ciudadanos de Roma!, impero la voz, para ser escuchado; ¡Ave Tiberius Iulius Cæsar, Imperator Maxîmum!

–         ¡Ave César!, responden todos.

–         Constatar en todos ustedes que la Pax Romana es un hecho evidente, me llena de orgullo y tranquilidad, pues para esto trabajamos en el Ejército  Imperial de Tiberio Julio César.  Ustedes son en gran medida la razón de nuestro existir, pues son los Ciudadanos de Roma la preocupación máxima de nuestras fuerzas armadas; bien sea en Italia o en cualquiera de las Provincias que nuestro Imperio tiene en el mundo.  Sépanse ustedes bien representados por nuestro honorable anfitrión, Rubicus Antanae, a quien agradezco la invitación a tan memorable convivencia con la élite de la sociedad Etrusco Æmiliana, todos, orgullosamente romanos. Den morada a los dioses del bien en sus corazones, ¡Ave César!

–        ¡Ave César, Ave Tribunus Veritelius!

Al alba estamos saliendo para continuar nuestro viaje hacia Roma; en el palacio de Rubicus Antanae la fiesta sigue, lo que significa que la están pasando muy bien, yo tengo una misión que cumplir y eso es lo más importante ahora.  Nos han facilitado caballos nuevos; son doce equinos de lo mejor de la caballería legionaria del Ejército Imperial, los nuestros serán regresados hasta Villa Garlla, a donde pertenecen; serán llevados por el mensajero que de allá ha llegado la noche anterior sin noticias, solamente con saludos.  Mí amada esposa Lili, mis cuatro queridos hijos y mis cuatro adorables hijas, se encuentran bien; solo extrañan nuestra presencia.

Más de doscientos arroyos y ríos bajan de los Montes Appennini cruzando la llanura hasta desembocar al grandioso Padus; toda esta agua puede beberse en las montañas y en la llanura, pues es agua de lluvia o de manantiales y borbollones.  Por la Vía Æmilia desde Parma hasta Bononia, pasaremos más de veinte puentes que cruzan estos caudales, algunos de madera muy resistente y otros de piedra con arcos muy amplios y columnas formidables; la calzada apenas ondula, pues han sido cortados los montes a dextra y sinistra para hacerla más rápida.

Felsina, era como llamaban los etruscos a esta ciudad de Bononia hace doscientos años; ha tenido que ser reconstruida de acuerdo a las necesidades de Roma, pues no tenía andadores empedrados.  Ahora tiene dos grandes vías: la Vía Æmilia, que la cruza del Oriente al Poniente; y la Vía Romania, que la atraviesa de Septentrio a Meridio, de abajo a arriba, y por la cual llegaron nuestros ejércitos hace trescientos años. En ambas vías podrían circular fácilmente cuatro quadrigas juntas. Allí están acuarteladas dos Legiones completas que pueden ser desplazadas en su totalidad, en un radio de noventa millia de distancia, en solo dos días; dos mil hombres podrían salir a la vez y estar en Ariminum al Este, en el Mar Adriaticum; otro dos mil en Verona o Patavium, al Septemtrio; dos mil más en Parma, al Poniente; y dos mil en Florentia, al Meridionalis; Todavía quedarían dos mil más para defender Bononia.  Tampoco tenía fortificaciones militares y ahora cuenta con un castra stativa, un cuartel permanente que alberga a toda la militia, tanto de caballería como de infantería.  Nadie pensaría enfrentar estas Fuerza Romanas en su territorio. El Magíster Legionario Nicandro es el primus pilus del mando.  Le dará mucho gusto saludarme; yo fui su comandante en Germania y además, quien lo ascendió a General Legionario.

Desde que salimos de Parma, no nos ha tocado un solo momento de lluvia, nuestro tiempo es excelente; ya hemos pasado Reggio y Mutina y el Sol apenas ha rebasado el cenit, es probable que lleguemos a muy buena hora a Bononia. Justo antes de que crucemos el Río Panarus acamparemos para comer; ese es el paisaje más bello que recuerdo en estos lugares.  Según recuerdo, el puente es tan ancho, que el lugar menos utilizado es el centro del mismo; no es un puente civil, es militar, y deben caber dos columnas armadas de cinco en fondo: una a la dextra y otra a la sinistra.  Al margen de este puente no hay casas, por ser un paso militar estratégico; y en caso de guerra, los civiles impedirían el movimiento de las tropas. 

Así debe ser; casi todo hemos anticipado para las necesidades de la militia, en los próximos doscientos años, no habrá  quien inquiete en Italia a Roma militarmente.

Tadeus, mi asistente, ha divisado a lo lejos la presencia de un grupo ecuestre; él sugiere que nos detengamos hasta saber de quién se trata.

–        No, le digo, nosotros continuaremos a trote; que vayan seis de los nuestros a todo galope y que los encuentren.  Si ha de ser batalla, que la den y les alcanzaremos; si no, esperarán parados todos juntos donde converjan, hasta que nosotros les alcancemos. ¡Es una orden para todos, los de aquí y los de allá!

–        ¡Ave César, Tribunus!, responde el hombre mientras se retira.

–        ¡Ímpetum Fácere!, grita con todo pulmón Galo, el segundo asistente, al momento que fuetea su caballo; y de inmediato le siguen cinco ecuestres a galope tendido y ajustando sus bridones y espadas.

Nosotros también preparamos nuestras armas y nuestras defensas; los que han sido vistos están muy lejos, pero el polvo de los caballos al galopar es inconfundible, por ello nos aprestamos.  Deduzco que debe ser una escuadra romana, ya que a los civiles les está prohibido hacer grupos ecuestres en las vías militares y ésta es una de ellas; además, estamos en territorio propio, sería una locura suicida realizar un ataque.  Tres de los Legionarios que se quedaron, han preparado sus arcuballistas para lanzar flechas a gran distancia y con certera precisión.  Conforme avanzamos, los cinco jinetes que van conmigo, toman sus posiciones, tres delante de mí, dos detrás; así permanecerán hasta la muerte, si fuese necesaria.  Ya solo distinguimos la polvareda de los nuestros, la de los desconocidos no se aprecia más, pues ha sido tapada en el horizonte.  Después de unos instantes no hay ningún polvo en el aire; esa es una buena señal, quiere decir que se han detenido, lo que significa que son gente amiga.  En efecto, es una escuadra que ha venido a recibirnos, es el mismísimo Magíster Nicandro quien ha venido a nuestro encuentro.

Ellos han desmontado todos para cuando llegamos, solo permanecen en sus corceles mis hombres; no se bajarán hasta que yo lo ordene.  Al llegar se adelanta el General Legionario visiblemente emocionado para llegar a mi encuentro antes que nadie, y me saluda:

–        ¡Ave Tiberio Julio César! ¡¡Ave Tribunus Veritelius de Garlla!!; grita a todo pulmón su impostada voz.

–        ¡Ave César!, le respondo, desmontando.  Él sigue avanzando hacia mí; y a tres pasos antes de que converjamos, hinca su rodilla derecha en el suelo, abre los brazos en cruz y dice:

–        ¡Generalísimo Veritelius, soy el hombre más feliz de todo el mundo en este momento! ¡Mi mentor, mi Magíster, mi Tribunus! ¡Qué alegría me da verle! ¡¡Y verle tan bien!!

–        ¡Nicandro, amigo mío!, que los dioses estén contigo.

–        ¡Tres años sin verle Tribunus, me parecieron treinta!

–        Estoy de paso solamente, voy a Roma en donde he sido llamado por el Emperador Tiberio César, para una comisión especial.

–        Lo sé, Tribunus y Magíster mío; por ello me he apresurado a salir a su encuentro, para aprovechar su brevísima estancia con nosotros.  Hemos preparado una Parada Militar en el ‘campus castra’, en su honor; aún trotando llegaremos a muy buen tiempo y la luz del sol dura ya hasta la primera vigilia, si usted está de acuerdo.

–        Espero que no sea algo muy ostentoso ni impropio, Magíster Nicandro.

–        Los héroes, mi querido Mentor, no tienen que preocuparse del mundo de los mortales; (entonces, volteando hacia la tropa y grita encendido): “Legionarios: Hoy tenemos la oportunidad de pagar el tributo que debemos a uno de nuestros Héroes, ¡Ave César! ¡Ave Tribunus Veritelius!

–        ¡Ave César!, ¡Ave Tribunus Veritelius de Garlla!, responden todos los presentes ante la incitación del Magíster Nicandro.

–        ¡Vayamos, pues, al encuentro con la Gloria!, termina diciendo el militar y montamos nuevamente para continuar el camino.

Este Magíster Nicandro, es un hombre alto y fuerte como pocos haya en el Ejército Imperial, es capaz de dominar en la arena hasta al más versado gladiador.  Le recuerdo bien en campaña en la Gallia, podía derribar dos adversarios al mismo tiempo; simplemente verlo armado e iracundo, era más que suficiente para dudar enfrentarle.  Es diestro como pocos con la espada, los cuchillos y la lanza; además, asimila muy bien las órdenes en el campo de batalla.  Juntos fuimos a las primeras incursiones a Germania, cuando yo ascendí a Magíster General Legionario, hace más de quince años de ello; Nicandro era un destacado Centurio, que se mereció el ascenso en su División de Caballería a Jefe de Cohorte.  Al paso de los años y todavía juntos en el mismo ejército, también le ascendí al puesto de Magíster que ahora tiene. Por ello tantos parabienes y aspavientos en su recepción; es un hombre agradecido con la vida y respetuoso de sus superiores.

–        Cuénteme Nicandro, ¿cómo han sido sus asignaciones?, seguro estoy que siguen las victorias contundentes.

–        Sí Tribunus, solo que ahora ya no es ganarle a punta de espada la tierra a los bárbaros Germánicos del Septentrio para llevarles la Cultura Romana, sino con los pueblos de Asia Menor evitando que continúen con esas costumbres tan salvajes que tienen desde antiguo; por ejemplo, la gente de Siria y Judea.  No entienden que el mundo ha cambiado; que las leyes ya no son lo que eran antes; que los juicios deben ser respetados encima de las decisiones religiosas y las divinidades.  No, éstos se siguen manejando con “profetas” y sacrificios, en el mejor de los casos, de animales; pero hay algunas regiones que aún celebran sacrificios humanos, lo cual por supuesto, es inadmisible.

–        ¿Y qué dicen los gobernantes locales al respecto? O ¿hasta dónde llega el poder de nuestros Procuradores?

–        Usted sabe bien, Tribunus, esos Reyes no piensan en nada más que en sus riquezas personales; al pueblo lo tienen hundido en la miseria más grande que un ciudadano común del Imperio pudiera imaginar.  Y algunos de los nuestros, Cuestores, Procuradores o Cónsules, solo están interesados en cumplir la cuota de impuestos que ha de ser enviada a Roma; lo demás no les interesa o, al menos, no se afanan mucho en ello. Yo vi con mis propios ojos un caso horripilante, y créamelo, Tribunus Veritelius, no soy fácil de impresionar en esas cosas.   En Tiberíades, una ciudad de palacios que mandó construir el Rey de Galilea para los Romanos en plena Palestina; todo un año duraron las celebraciones del XV Aniversario de la Entronización del Emperador Tiberio Julio César.  El hombre está tan demente, que hasta su propio pueblo quiere matarlo; ha cometido toda clase de asesinatos y masacres, con tal de que Roma le siga apoyando como Rey de los Judíos.

–        ¿Quién es y qué ha hecho?, interrumpo la larga narración del Magíster.

–        Se llama Herodes Antipas, es Hijo de Herodes El Grande, aquél que acordó con Augusto César la creación de la Provincia Romana de Judea, ese mismo que mandó masacrar infantes en un pueblito llamado Belén, por la sospecha de que había nacido allí el que sería Rey de los Judíos. Pues bien, éste es igual de asesino que su padre.  Todos los altos rangos del Ejército Imperial enclavados en Asia Menor, Palestina, Egipto y Mesopotamia, fuimos invitados a una gran celebración en su palacio en Hierosolyma, que ellos llaman Yerushalayim.  En esa ocasión, y como estábamos tantos Jefes importantes, hizo que la hija de su esposa bailara para todos nosotros; ésta mujer, bellísima y con una habilidad para la danza digna de las amazonas, lo hizo tan bien, que el Rey Herodes Antipas ofreció cumplirle el deseo que ella quisiera, menos gobernar su reino.  La muchacha, aconsejada por su madre, solicitó la cabeza de un preso que había en la cárcel del palacio, un tal Juan el Bautista.  El Rey se sobresaltó con la petición, pero ante la pena de no poder cumplir su palabra ofrecida, mandó ejecutar al hombre.  En un lapso no muy largo, trajeron la cabeza del asesinado en una bandeja.  Todos quedamos estupefactos con el acontecimiento.

–        ¿Eso fue reportado a Roma, Magíster Nicandro?, le cuestiono.

–        No lo sé Tribunus Veritelius; no es ni mi territorio, ni mi responsabilidad.

–        Y, ¿cómo quiere usted que esas cosas cambien, si no son conocidas por el Emperador y el Senado?

–        La razón le asiste, Tribunus Legatus.

–        ¿Cuándo dice que sucedió esto?, le vuelvo a preguntar.

–        Hace cuatro años, Tribunus, cuando estaba yo en Capadocia.  Pero amadísimo Mentor mío, ahora no es tiempo de este tipo de trabajos; ahora usted va a gozar de algo que le hemos preparado muy personalmente, una celebración para un héroe en vida del Imperio Romano.

–        Bien, concedo que así sea.  Solo una última pregunta: ¿quién era el hombre decapitado?

–        Juan el Bautista; un profeta muy querido por el pueblo y muy temido por el Rey Herodes Antipas y las Autoridades Judías.  Ahora le ha sucedido su primo, un tal Iesus Nazarenus.

–        De ese ya hablaremos después, Magíster Nicandro.

+ + + 

Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli 

 

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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.



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