EN VIAJE A LA ISLA DE CAPRI (9)

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¡Alabado sea Jesucristo!

 

Ciudad de México, Mayo 19 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(9)

 

 

EN VIAJE A ISLA DE CAPRI

 

En viaje a la Insûla Capreæ, Mare Thyrrhenum,

Iunius XXI

 Año XX del Reinado de Tiberio Julio César

 

La sonrosada luz de la aurora nos toma en pleno mar, en el centro del Colphus de Gaeta, a la altura de Capua, donde termina la Vía Apia; entre los cabos de Terracina y Puzzeoli.  Aún no suena la diana de la última vigilia y los que hemos podido dormir un poco, nos levantamos para deleitarnos del espectáculo de luz y sombras que se presenta entre el cielo, las nubes y el mar.  Siempre lo he dicho, los eventos realmente maravillosos, son gratuitos; dones de los dioses.  Para disfrutar éste, uno solo tiene que madrugar y ver, nada más.  La brisa ya no es tan impetuosa como la noche anterior, pero sigue intensa empujándonos hacia delante; la temperatura es templada y la visibilidad amplísima.  Justo en este momento, si uno ve a la dextra de la liburna, es de noche; pero si uno voltea a la sinistra, el día está empezando.  De un lado estrellas, del otro la luz del astro Rey. 

 

Ya me han visto que estoy en cubierta y Tadeus se acerca para saludar:

–        ¡Ave César, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!, buenos días; me dice.

–        ¡Ave César, Tadeus!, buenos días para ti; le respondo.

–        Tribunus Legatus, el Prefecto de la nave ha dispuesto tomar los primeros alimentos muy temprano, para evitar el mareo cuando crucemos las islas del Monte Epomeo a la entrada del Colphus de Neapolis; quiere él saber su Usted está de acuerdo, Señor.

–        Él es ‘primus pilus’ aquí; tú y yo solo obedecemos, Tadeus.

–        Eso es lo que le he dicho, Tribunus Legatus, pero el hombre está dudoso.

–        Pues que no dude, Tadeus, y que sirva el opíparo iento o desayuno, como dicen en Tarraco, que hayan preparado.

–        Esa misma palabra ha usado él, Señor; y las viandas son abundantes, ya que ellos han pescado durante la noche y cortado fruta fresca que traían; y nosotros hemos agregado quesos y pan, Tribunus Legatus.

–        Pues, qué esperas, Tadeus, ¡“des ayunemos ya”!

–        ¡Al mandato, Tribunus Legatus!

 

Estos hombres han hecho maravillas con la comida: el pescado lo asaron en una orilla de bronce que generalmente se usa para hacer señales de auxilio; las frutas son citrus en su mayoría: naranjas, limas y limones; los quesos los han derretido encima de las lonjas de los pescados y aquello despide un aroma sensacional; claro, también hay que tomar en cuenta que nosotros comimos hace cuatro vigilias completas. . . y cuando el hambre es grande, hasta las piedras asadas son aceptadas.  La bebida será jugo de naranjas con vino rojo dulce y ‘mustum’.

 

Bajo sin avisar al lugar de los remerii, esos desdichados humanos que son vendidos como esclavos o que nosotros tomamos como prisioneros en las campañas de expansión del Imperio.  También para ellos otorga Roma algunas seguridades.  Honoris, Legis, Iustitia, de acuerdo al status de cada individuo; esa es la ventaja del Derecho Romano, que es para todos. 

 

Estos hombres deben comer todos los días, al menos dos veces, de forma que puedan recuperar las fuerzas perdidas; deben dormir al menos una vigilia completa; a los cinco años de trabajo y buen comportamiento, pueden ser considerados como aptos para un mejor trabajo del que han realizado desde su captura o compra; a los diez años pueden pactar con su amo o dueño la compra de su libertad por un período convenido que no exceda otro decenio.  Cuando estén en posibilidad de adquirir su libertad, pueden cambiarla por casa y comida por el resto de su vida al servicio del mismo amo o dueño.  En el Imperio Romano no hay esclavos permanentes, si han servido con rectitud.

 

Al mismísimo momento que me ven aparecer, todos bajan sus cabezas en señal de reverencia; están avisados de los invitados y han de guardar sujeción.  La gran mayoría son árabes o provenientes del Alto Egipto, algunos con piel muy obscura, y corpulentos como equinos de Germania.  El espacio que ocupa cada uno, apenas es suficiente para contenerle sentado frente al remo; los que descansan lo hacen botados, como estirándose, en los extremos de proa y popa en donde no hay remo.  El capataz a cargo del tambor de ritmo, único posible de ser liberto, es también el único que entiende el protocolo y desde el fondo del lugar, en donde se encuentra ubicado, se levanta y me saluda:

 

–        ¡Ave ‘Caézar’, Sendior!,

–        ¡Ave César!, le respondo; sin poder decirle nada más, temiendo que no pueda entender el latín.  Justo en el momento en que me doy cuenta que detrás de mí se encuentra Silenio Abdera, quien me dice:

–        Aún no aprenden a hablar latín, Tribunus Legatus, los que ya lo hacen, no son remerii, pueden ser utilizados en algo más útil; aquí lo que importa es que el hombre sea sano y muy fuerte, aunque sea mutus.

–        ¡Prefecto Silenio!, tenga recato; usted y yo hemos tenido otras oportunidades, pero ellos ninguna; reprendo al hombre por su último comentario, el cual ha hecho despectivamente.

–        ¡Me disculpo Tribunus Legatus, no quise ofender!, reacciona de inmediato dándose cuenta de su exceso.

 

La corrección debe ser inmediata, es cierto; pero a un oficial,  nunca delante de su tropa.  No hago ningún otro comentario, pero le advierto con la mirada.  Roma no ha conquistado el mundo por su crueldad o sus abusos; lo ha hecho por su cultura de razón y orden.  Hay quien dice que los Helénicos pensaron y los Romanos solo ejecutaron; yo respondo ante eso que siempre será más valioso ejecutar que imaginar, pues de buenos deseos solo se vive bien en el Pantheón.  Los grandes ideales valen cuando se pueden realizar.  Por ejemplo, La Ética pensada por los griegos, que es un gran descubrimiento del conocimiento humano, solo tuvo plena valía cuando se aplicó en el Derecho Romano, nuestra Mores; porque ni siquiera Hipocratus logró esos altos ideales de entrega pensados por los filósofos griegos de hace cinco centurias de años. “Idealis practîcus, morâlis factum”, eso es Roma y su Grandioso Imperio.

 

“¡Insûla Capreæ, Alos frontis!”, grita con toda su voz el vigía del mástil; hemos llegado.  El Sol está a cuarenta y cinco grados antes del cenit, lo cual significa que hemos realizado el viaje en un poco más de cinco vigilias; excelente tiempo. Si hubiésemos venido en caballo, habríamos hecho dos días completos a trote, pernoctar en dos lugares, además de embarcar desde Puzzeoli hasta Capreæ; realmente vale la pena navegar este recorrido.  Bordeamos la isla por su lado Poniente y podemos observar los destellos de luz de las blancas y marmóreas construcciones de los palacios de Tiberio; conforme nos acercamos al puerto se nos unen pequeñas embarcaciones repletas de guardias pretorianos que son custodios a muerte del Emperador; a cada una que se añade, Tadeus le avisa de quién se trata la visita “¡Ave César!, ¡Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, en mandatum del Emperador!”, les dice a todos, recibiendo de aquéllos un sonoro ¡Ave César, Ave Tribunus Legatus! Realmente no hace falta que Tadeus se anuncie, el General en Jefe de la Guardia Pretoriana, posee tanta o más información que los tres Tribunus Legatus que existimos; también él ya sabe que estamos aquí, cuántos somos y cuándo nos vamos; esto último, nosotros no.

 

Como nos fue posible en la pequeña embarcación, mis hombres y yo nos hemos aseado hasta la ‘pulcritud’, un término muy relativo en la milicia; pero estamos lo mejor presentables que hemos podido.  Tiberio Julio César pudo habernos visto claramente, cuando pasamos frente al Palacio del Monte Solarum, a un tercio de milla de alto; aquí los sorprendidos somos siempre los que llegamos, los que están aquí saben de nosotros muchas horas antes, por eso es inexpugnable esta pequeña Insûla.  Antes de descender y retirarnos todos, le ordeno al Præfecto  Silenio:

–        Usted me espera en este lugar sin importar el tiempo que pase.  Juntos regresaremos a Ostia y a Roma.  Le entrego cien aureus para su estancia ‘y el digno trato de toda su tripulación, ‘hasta de los sordos remeros’; los quiero felices cuando yo regrese y partamos a donde sea que vayamos. ¿Me entendió Centurio Silenio?

–        ¡Perfectamente, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!

–        En este lugar no se permiten visitantes armados, Silenio; las armas de todos nosotros están en el cubículo de la popa y serán custodiadas por uno de mis Centuriones, a quien Usted reportará en tanto su nave esté anclada y yo me encuentre ausente.  Nadie puede abordar su embarcación sin mi permiso; en caso contrario, el Centurio apoyado por todos ustedes, repelerá la acción, la cual es considerada como ataque a mi investidura.  ¿Ha entendido, Præfecto Silenio Abdera?

–        ¡Sí, Señor, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla!

–        Que Mars y Neptuno les acompañen, ¡Ave César!

–        ¡Ave Tiberio Julio César, Tribunus Legatus!

 

Estoy seguro, ‘algo me lo dice’, que este momento no lo voy a olvidar nunca por el resto de los pocos días que me queden de vida.

 

–        ¡Ave Tiberius Iulius Cæsar, Tribunus Legatus, Veritelius de Garlla!

–        ¡Ave Tiberius Iulius Cæsar, Imperator Maxîmum!, ¡Qué gran honor para mí; el mismísimo General Præfecto Pretoriano en Jefe, Fitus Heriliano recibiéndome en la Insûla Imperialis de Capreæ!; ¿a caso he hecho algo para merecerlo? ¿o es que debo tanto que no escaparé?

–        ¡Mi querido amigo!, ¿cómo ha estado el más joven, cuerdo y fiel de los Tribunii Legatii que tenemos en el Imperio?

–        Bien, con la ayuda de Mars y Minerva, General.

–        Y de Iuppiter y de Iuno y de todo el Pantheón, diría yo; porque encima de Usted no se ha quedado ni un año de todos los que han pasado desde la última vez que le vi en Roma; me dice mientras subimos en una carreta raeda elegantísima tirada por dos corceles enormes y guiada por un auriga de la Guardia Pretoriana.

–        Realmente han sido pocos, solo tres; General Fitus. Dígame, ¿cómo está el Emperador y su salud?

–        Es tan viejo y útil como un olivo de tercera generación, pero tan fuerte como un roble appennini o un cedro de Tyrus. Sin embargo, son las preocupaciones las que acaban más que las batallas, Tribunus Legatus, algo que sabemos muy bien Usted y Yo.

–        ¿Y qué preocupa tanto al Tiberio César, General Fitus?

–        Los excesos de la Pax Romana, Tribunus Legatus; los excesos que deja el estado de prospéritas, felicîtas de nuestro amado Imperio Romano.  El mismo Emperador le informará a Usted al respecto, no ha querido que yo le diga nada.  Dígame, ¿se reunió Usted con el Senador Nalterrum y ‘su comisión’?, me pregunta muy incisivo.

–        Sí General Fitus Heriliano, ayer lo he hecho, le respondo firmemente.

–        ¿Cuándo recibió Usted la primera nota de la Comisión?, me cuestiona.

–         El XIII de Augus próximo pasado, General.

–        Ejemplar; ya no hay hombres como Usted Tribunus Legatus; tan solo ocho días para dejar todo, viajar y presentarse aquí; simplemente ejemplar.  Le felicito sinceramente por su adhesión al César. Me dice el hombre con un seño de preocupación y sincero agradecimiento.

–        Es mi deber, General; nada debe agradecerse; le respondo.

–        Es cierto, el deber es lo que se debe hacer y eso no es de agradecerse; pero eso, Tribunus Legatus, solo opera en hombres como nosotros, los que hemos consagrado la vida al Emperador y al Imperio.

 

El General Fitus Heriliano fue siempre el Lugarteniente, fuera de la línea de mando, de Tiberio César durante toda la vida activa de éste en la milicia.  Es un hombre de probada capacidad, político agudo y de una moral y fidelidad a prueba del fuego; estoy seguro que primero arde en una hoguera antes de traicionar al César.  Debe tener sesenta y algo de años; y es riquísimo en aureus, con los que el César ha premiado sus cualidades y capacidades.  Esto me intriga todavía más: ¿qué quiere de mí Tiberio Julio César, si tiene a este hombre para pedirle todo?

 

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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

 

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Solo por el gusto de proclamar El Evangelio.



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