SALIDA A GENUA (15)

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¡Alabado sea Jesucristo!

  

Ciudad de México, Junio 30 del 2016.

 

Veritelius de Garlla, Apóstol Gentil.

(15)

 

SALIDA A GENUA

Ostia Romana; Salida a Genua

Iunius XXV

Año XX del Reinado de Tiberio Julio César

 

Tenemos que partir a Genua y Mediolanum para continuar con nuestro itinerario y el cumplimiento de esta primera fase del “Christus Mandatus”.  La estancia en Roma ha sido muy breve, pero mucho más productiva de lo que yo hubiese deseado.  Quiero aprovechar el viaje hacia Genua para poner a prueba la liburna “Christina” en sus posibilidades de maniobra, hacer que la tripulación realice ejercicios de defensa y ataque, pero sobre todo, quiero verlos manejando nuestras armas; todos tienen que ser diestros en el majestuoso arte de la guerra.  Igualmente, quiero que se adiestren en el uso de las armas de lanzamiento de ataque, con el gran escudo blindado de la liburna totalmente desplegado; solo lo he visto funcionar en pruebas, pero ahora lo haremos ‘muy real’.

Llegamos a Ostia con los primeros rayos de Sol que superan el colinar Romano y tocan el valle costero del Tiberis; los muelles son un bullicio fascinante de naves mercantes y militares.  A pesar de los inconvenientes físicos que tiene este estuario, pues es muy poco profundo y se llena de arena marina repentinamente, en pocos puertos se ve más actividad que en éste.  La Liburna “Christina” está lista para zarpar; toda la tripulación se encuentra parada en el muelle de amarre de la nave, pues Tadeus, Tremus, Marcus y yo haremos una ‘inspección minuciosa’; yo de hombres y ellos de armas, arreos, abastecimientos y habilitamientos.   Estas rutinas nunca deben exceptuarse, son la estimulación exacerbada  que las tropas necesitan en campaña; y además, siempre debe hacerse con todo rigor, cada soldado está esperando que así sea.  Nosotros hemos llegado vestidos para combate, esto es: con cathafracta o pectoral de cuero en los Centuriones y metálica en mí y ceñidos bajo de ellas por lóricas de piel bordadas con alambre.  Todos traemos espada y daga así como el durísimo yelmo o cassis para proteger la cabeza y la nuca.

 

Me paro enfrente de la fila de uno en fondo que han formado estos inexpertos ‘nautas’ y me doy cuenta que ningún hombre está armado.

–        ¡¡Præfecto de Navis Silenio Abdera!!

–        ¡Al Mandato, Tribunus Legatus!

–        ¡Ninguno de sus hombres está armado ni uniformado para combate! ¡¿Tiene Usted armas, escudos y pectorales en su embarcación!?

–        ¡Sí, Señor!

–        ¡Pues úsenlas, Præfecto, que para eso son!  ¡¡Más aún si le he dado la orden de Inspección Minuciosa de hombres y armas!!  ¡¡¡Ahora, mismo, Centurio Abdera!!!, le grito con todo el poder de mis pulmones.

 

El soldado no sabe qué hacer, ni siquiera sabe qué orden dar, porque los remerii no son gente de ataque; es más, nunca van armados ni en liburnas ni en galeras, solo los Legionarios que transportan, llevan sus armas.  En esta liburna “Christina”, eso va a cambiar desde hoy.

–        ¡¡Centurio Tremus!!

–        ¡Al mandato, Señor!

–        ¡Ordene a estos hombres que se vistan para la batalla!

–        ¡Sí, Señor!

–        ¡¡Todos a cubierta!! ¡¡¡Ahora!!!

Por supuesto, tampoco los hombres saben qué hacer, pero Tremus y sus ásperos modales en campañas de Germania se los van a enseñar de inmediato:

–        ¡Muévanse, animales!  ¡¡Todos a cubierta a ceñirse los cueros, a tomar una espada y un escudo, y a regresar aquí de inmediato!!  ¡¡Rápido!!, les grita el fiero Centurión, inclusive empujando a algunos.

Finalmente empiezan a reaccionar los desconcertados marinos, nautas y remerii y hacen lo posible por ejecutar la orden que les han dado.

–        ¡¡Rápido, que el Tribunus no les esperará todo el tiempo que quieran!!  ¡¡Más rápido, mulas lentas, que me estoy empezando a enojar!!

La sangre fluye con una rapidez mucho mayor ante la presión de un oficial de mando gritando instrucciones hasta la desesperación.  Uno hace hasta lo imposible por ejecutar la orden a la mayor velocidad posible.

–        ¡Rápido que no se están vistiendo para fiesta!  ¡Rápido y a formarse de inmediato que el Comandante espera!

En unos instantes están todos volviendo a formar la fila, todavía ajustando correas, ganchos y cinturones.

 

–        ¡¡AAAtentiii!!  ¡¡Presentar armas!! ¡¡Itum Tuus!!, grita con descomunal voz el viejo Centurio, hasta gozando el recuerdo de sus años mozos como soldado Legionario en batalla.

 

Nadie se mueve ya; todos tienen algo desarreglado o mal puesto; muchos de ellos sudan copiosamente y los ojos no dejan de moverse de un lado para otro, abiertos a lo más que dan sus cuencas.  Uno se ha puesto el pectoral al revés; otro se ha colocado el casco volteado; uno más no ha podido tomar una espada y se ha subido sin ella; a ése le digo:

 

–        ¡¡Al agua!!, le ordeno señalándole el mar. El hombre ni siquiera se mueve, está estupefacto.  Tremus, que me sigue a un paso, le grita al infeliz remero que está paralizado:

–        ¡Qué no has oído, animal, al agua!

–        ¡Es que no sé nadar, Señor!, dice aquél con toda la angustia que puede contener.  Pero yo asiento que lo eche.

 

Tremus con su descomunal fuerza lo prende de las correas del hombro de su lórica y lo lanza al mar.  El pobre remero se hunde, pues no tiene ni idea de cómo nadar o al menos poder flotar; además, los arreos le impiden los movimientos naturales para ello.  Le digo a Tremus en voz baja –“Échalos a todos al mar” –  y de inmediato empiezan a salir cuerpos disparados hacia el agua.  Los que saben, nadan; los que no, hacen lo posible por no hundirse; pero todos están presas del pánico, completamente desconcertados por el momento y lo que sucede.

–        ¡Marcus!, ¡una cuerda para estos infelices!, le ordeno, y desde la liburna, aquél, casi riendo, les avienta un grueso cabo con corchos del que se sostendrán los que no pueden flotar.

Cuando empiezan a salir de la playa o a trepar por el muelle, Tremus vuelve a la carga con las órdenes:

–        ¡¿A dónde crees que vas, nauta inútil?!  ¡¡A formarse todos!!  ¡¡¡Ahora!!!

Vuelven todos a colocarse en el lugar en el que estaban hace un instante, en espera de los siguiente que les pueda ocurrir. Me detengo a la mitad de la fila y llamo a Selenio:

–        ¡¡Præfecto Abdera!!, le grito, pero el hombre está tan fuera de lugar y de tal manera desconcertado, que ni responde a mi llamado.  Está al inicio del muelle, a donde lentamente se acerca Tadeus y le grita casi en su oído:

–        ¡¿No has escuchado al Tribunus Legatus, nauta?!  ¡¡Respóndele!!

–        ¡Al Mandato, Señor!, finalmente hila qué decir.

–        ¡¿Es esta la forma en que debiera hacerse una Inspección?!, le aturdo con la obviedad de la pregunta.

–        ¡No, Señor!, contesta el joven Centurión del mar.

–        Embarquemos, ya; no quiero seguir perdiendo tiempo. Le expreso mi malestar, con la indignación más fingida que yo pueda hacer.

 

Así les voy a dejar, con ese nivel de excitación y preocupación que acaban de generar; porque dentro de tres horas, cuando hayamos tomado aguas profundas y velocidad de maniobra suficiente, dos galeras de ‘Cartago’ zarparán de Tarquinii y “nos atacarán” con toda su furia, teniendo nosotros que defendernos con cuanto  podamos hasta hundir una de ellas (la que irá vacía, por supuesto), mediante un impacto con nuestra ‘liburna’ y su ‘poderoso’ rostrum de hierro frontal.  (Esta segunda parte de mi plan secreto, no la conocen ni mis Centuriones.  Ya veremos la reacción de todos).

 

El silencio es casi de sepulcro; todos se sienten muy mal por el momento tan desagradable que han vivido delante de mí y por la forma en que fueron tratados por mis Centurios.  Los remos han empezado a jalar agua con fuerza, impulsados por la furia que tienen los remeros.  Llamo a Tadeus, Diófanes, Marcus y Tremus al cubículo de popa, y les digo:

 

–        Quiero que entrenen a estos hombres en la lucha cuerpo a cuerpo; aprove-chando que están enojados y que pueden violentarse.  Empiecen ahora con los remerii que están de descanso; en el arsenal hay espadas de práctica, no se agredan, solamente es entrenamiento.

 

Bajan Marcus y Tremus por las espadas y Tadeus sube a la popa para avisarle a Silenio mis planes.  En unos minutos se empiezan a oír los deliciosos chasquidos del golpeteo del hierro de las espadas; para muchos, entre los cuales me incluyo, esos son sonidos de ‘gloria’.

 

Tomamos rumbo Septentrional y se oye la voz de mando de desplegar velas; salgo a ver el espectáculo y me encuentro con uno más: las velas han sido pintadas en su totalidad en un fondo azul turquesa con gotas de agua y el signo del pez en color índigo marino.  Realmente lucen sensacionales, nos harán buena presentación en todos los mares y lugares a donde vayamos.

 

Salgo del cubículo a la cubierta de la liburna para revisar todas las adecuaciones de armas que se han instalado; las ballestas gigantes son sensacionales, tres a babor y tres a estribor; pueden aventar dos lanzas a la vez y éstas miden más de seis pies de largo; junto a cada una de ellas hay una gran cesta de bejuco que contiene más de treinta piezas de parque, esto es, quince disparos; están montadas sobre un gran tronco sobre el que pueden girar un círculo completo.   A cada lado de la borda en cubierta, han colocado diez baldes para sacar agua del mar y con ello sofocar los incendios que de puedan ocasionar en una batalla; cada cubo está sujeto con un cincho para que no se mueva y dentro de cada uno está colocada la cuerda, suficientemente larga para la maniobra.  Las catapultas de proa y popa son una máquina perfectamente diseñadas para que funcionen  certeramente; su trípode de apoyo es tan firme como los mástiles de la liburna por lo que la fuerza del lanzamiento siempre está garantizada.  Los recipientes son de hierro para poder contener piedras incendiarias.  Pero lo mejor, son estos grandes escudos levadizos, de cuero y metal, que tapan babor o estribor, según se necesite, desde el fin de la proa hasta el principio de la popa; toda la cubierta plana de la nave queda protegida y además desde la baranda hasta medio mástil de altura.  Plegadas fuera de borda no quitan ningún espacio sobre cubierta.  Realmente se han lucido nuestros Præfectos fabrum a quienes les debemos su invención y fabricación.

Solo ver todo este armamento, da seguridad estar aquí; ya veremos como funciona todo.

–        Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, me dice Silenio acercándose a mí con la cabeza casi agachada, estoy muy apenado y preocupado por los sucesos al momento de la inspección antes de embarcar.  Realmente usted es un hombre de guerra y acción y yo solo un marinûs incapaz de responder al instante a sus demandas militares; creo que no soy digno de ser su Præfecto de Navis, Señor.

–        Tienes razón en lo que dices, Silenio, le respondo muy serio y firme; pero te pregunto: ¿podrás aprender lo que se necesita ahora, además de tus habilidades como marinûs?

–        Sí, Señor, sí puedo; me responde animado.

–        Has demostrado destreza en el mar, que es para lo cual fuiste requerido, pero ahora no transportas a un ‘pacífico senador’, sino al Comandante Máximo de las Fuerzas Imperiales Romanas en Europa; ¿entiendes la diferencia?

–        Por supuesto que sí, Señor; me contesta el hombre.

–        Por lo tanto, ahora no se trata solo de escabullirse a gran velocidad, sino de hacer frente y luchar si fuese necesario.  Estas son tácticas diferentes a las de evasión, son de confrontación. También tu tripulación debe entender eso.  Somos una nación en constante estado de guerra; ningún súbdito del Imperio Romano puede ser ajeno a ello, ni siquiera los senadores; nadie.  Todos debemos mantener una actitud de beligerancia constante, porque los pueblos que hemos conquistado para ayudarlos en el avance de su cultura, y los que seguiremos conquistando, no quieren nuestra amada Pax Romana, quieren sus sistemas de gobiernos dañinos, prepotentes e injustos. ¿Entiendes todo esto, Silenio?

–        Sí, Señor, sí lo comprendo.

–        ¿Y estás dispuesto a formar parte de ello, no solo vistiendo un uniforme, y cobrando sino haciéndolo una forma de vida?

–        Sí Tribunus Legatus, sí estoy dispuesto.

–        Hoy has tenido un examen que has reprobado rotundamente, Silenio, le digo con severidad, ¿qué debo esperar de ti en las siguientes pruebas?, ¿una disculpa más?, ¿otra derrotista posición de ‘yo no le sirvo, Señor, cámbieme’?  Si es eso, Silenio, realmente no sirves para este “Christus Mandatus” que nos ha encargado el Emperador.

–        ¡Tribunus Legatus, quiero ser parte de su comando aunque para ello tenga que perder mi vida, Señor!, me contesta con plena consciencia y sabedor de sus realidades.

–        Entonces, Præfecto Abdera, tenemos mucho qué hacer, atiéndalo y supérese cada vez más.  Todos podemos cometer errores, Silenio, porque no somos infalibles; pero nadie tiene justificado equivocarse, estos es, cometer dos veces el mismo error. ¿Quieres intentarlo de nuevo?

–        Sí Señor, Tribunus Legatus Veritelius de Garlla, le agradezco todo, Señor.

 

 

La Liburna “Christina” tiene ochenta pies de largo más el rostrum; un Præfecto de Navis, un contramaestre, seis nautas de mástil de vela, seis nautas de cubierta, un nauta de proa y otro de popa, un guía de ritmos y cuarenta y cinco remerii; sesenta y dos personas en total.  En caso de combate solo podrían ser utilizadas la mitad, un tercio de Centuria; habrá que seleccionar muy bien a la gente para los puestos de artilleros de ballestas fijas, catapulteros y ballesteros móviles, todos estos, obviamente, no serán nautas, serán los mejores Legionarios para estas armas que tengamos en el cuartel de Mediolanum; siempre será más fácil enseñarles a nadar con todo y equipo, que adiestrarlos en el manejo de las armas.  Pero lo que sí es cierto, es que esta embarcación siempre debe tener, al menos, diez soldados Legionarios a bordo; ese es peso bruto a considerarse irremediable-mente.  Setenta y cinco personas a bordo incluyéndonos en ellas: un Centurión, mi asistente y yo.

 

–        ¡Naves a proa! Grita con toda su voz el vigía de mástil frontal; y de inmediato el Præfecto Silenio corre hasta la proa, distinguiendo en sus velas los signos cartagineses de lucha.

–        ¡Señor!, me informa, ¡son dos embarcaciones de Cartago, que pueden ser agresivas por la formación que guardan, vienen muy juntas!

–        Prepárese para atacar, Centurión Silenio, le digo.

–        ¡Sí Señor! Me contesta animado el marinûs; en tanto mis Centuriones no caben en sí mismos de la sorpresa.

–        ¡Tadeus!, ¡toma el comando de ataque!, le ordeno a mi asistente; Silenio, tú solamente navegarás la liburna.

–        ¡Sí, Señor!, contestan ambos a la vez; mientras yo me paro en el puente sobre la cabina para que se escuchen mis órdenes.

–        ¡Tadeus, saca los remerii de descanso; todos con una ballesta cada uno!

–        ¡Al Mandato, Señor!

–        ¡Tremus a babor y Marcus a estribor, a las ballestas fijas con dos hombres cada uno para disparos de inmediato; Diófanes a proa!

–        ¡Sí, Señor!, responden aquéllos iniciando la carga de las ballestas.

–        ¡En la nave a babor hay humo, Señor!, me informa el vigía de proa.

–        ¡Silenio, gira la “Christina” a estribor, embestiremos esa nave dejándola en el centro con la otra que humea!

–        ¡Al mandato, Señor!

–        ¡Silenio, icen el escudo a babor!

–        ¡Sí, Señor!, contesta y grita ¡Abajo nautas de babor!, cayendo los dos hombres de lo alto de cada mástil, desde el travesaño superior de la vela y amarrados a una cuerda pasada por las poleas, logran con la fuerza de su peso en caída libre, levantar la pesada cubierta de cuero y metal, que ahora tapa todo el lado babor de nuestra “Christina”; solo dejando espacio a la altura de las ballestas fijas, que sí podrán disparar.

–        ¡Más velocidad Silenio! Le grito al Præfecto, quien ha tomado el timón de la nave. ¡Golpearás su babor con el rostrum!

–        Sí Señor, me responde sumamente emocionado.

–        Tadeus, enciendan brea para las ballestas fijas.  Dispararán después del contacto en cuanto tengan blanco seguro, les ordeno a Marcus y Tremus.

–        Al Mandato, Señor, me responden atentos y motivados.

–        ¡Todas las ballestas cargadas! Les grito.

–        ¡Marcus!, todos a babor; moviéndose de inmediato él y sus nautas al otro lado de la “Christina”.

–        ¡Missîlis de fuego a babor!, gritan el vigía de mástil y el de proa al unísono, golpeando éstos sobre el escudo de la “Christina”, y escurriendo la incandescente brea sobre cubierta.

–        ¡Agua de estribor!, reacciona de inmediato Marcus con sus hombres, para sofocar el fuego con agua extraída del mar con los baldes.

–        ¡Gooolpe al punto! Se oye el aviso de Diófanes, metiéndose los remos de babor al instante y para que todos nos apoyemos y detengamos al impacto; el cual produce un desgarrador ruido de crujientes maderas astilladas por el metal de nuestro ‘rostrum’.

–        ¡Disparen todas las ballestas!, ordena Tadeus logrando que una de las fijas, la disparada por Tremus, acierte en un blanco ideal, el cubo de brea líquida de la nave agresora; y produciéndose una gran explosión.

–        ¡Viraje a estribor, Selenio!, le ordeno al Præfecto, quien inicia el movimiento con el timón de mando.

–        ¡Giro en círculo a estribor para nuevo contacto, timón! Le ordeno al nauta, quien ayudado con la fuerza del contramaestre hacen girar de inmediato la “Christina”, embistiendo ésta de frente exactamente, el lado estribor de popa de la nave ‘cartaginesa’ y retrocediendo a fuerza de remos para abandonar el sitio.

–        ¡Todo a estribor! Le ordeno al Præfecto, quien enfila nuestra liburna lejos del alcance de las dos naves ‘agresoras’; mientras Tremus y Marcus siguen disparando lanzas incendiarias desde las ballestas fijas. 

 

Hacemos cien pies de distancia contra las naves, justo al momento en que vemos hundir la que ha sido golpeada e incendiada, ante la alegría histérica de nuestros hombres.  Todos gritan desaforados ante la evidencia del triunfo obtenido.  Nuestra “Christina” toma velocidad por las ráfagas de barlovento que la impulsan hacia el Septentrio, que es nuestro rumbo. Ya se ve muy retirada la ‘nave enemiga’ que subsistió nuestro ataque, lo que significa que también va en retirada respecto de nosotros.

–        ¡Todos a cubierta!, impone la orden Tadeus; iniciándose la movilización de la tripulación completa.  Solo el contramaestre de timón y el nauta de mástil frontal permanecen en sus puestos; todo los demás han formado cuatro filas en cubierta de frente al puente de popa.

–        ¡Centurión Tadeus; reporte su situación! Le ordeno al soldado.

–        No hay bajas ni heridos, Señor, todo en control. Me responde. 

–        Præfecto de navis Silenio; reporte su situación; le inquiero al otro.

–        No hay daños, Comandante; el rostrum está intacto y el escudo de babor no sufrió daño alguno, Señor; al igual que los mástiles, las velas y los palos transversales, Tribunus Legatus.

–        Contramaestre, reporte sus daños, le ordeno al último.

–        Ninguno que reportar, Señor, todos los remos completos y todos los remerii sanos, Comandante.

–        ¡Óiganme bien todos!, lo que acaban de vivir ha sido solo una práctica de batalla naval; no fue una confrontación real, sino que todo estaba preparado; aquí no hubo ni muertos ni heridos, porque ‘el enemigo’ no disparó sus armas contra nosotros.  La guerra es terriblemente más feroz que lo que hemos vivido; en la guerra sí hay muertos, sí hay heridos y muchos daños materiales más.  Lo importante, es la voluntad que se tenga de querer la victoria y eso es lo que ha sido probado hoy ¡¡Y han vencido!!, porque todos deseaban el triunfo.  No se alegren ustedes, me alegro solo yo; solo siéntanse seguros de que, como hoy, siempre tienen que luchar por la gloria.  Ya los probé a ustedes y he probado esta nave; todos tienen mi aceptación; seguiremos juntos, hasta alcanzar la meta. ¡¡Ave César!!

–        ¡Ave César, Ave Tribunus Legatus!, gritan de gusto nautas y remeros.

 

En la cabina reúno a los Centuriones y al Præfecto, para comentar el incidente del cual todos eran ajenos:

–        Tadeus, tus comentarios, le pido a mi asistente.

–        Me pareció muy extraño que fuesen dos naves cartaginesas en aguas tan distantes de ellos, pero no había tiempo de verificar su autenticidad, menos aún si ellos hicieron formación de batalla.  Hasta que pasó la nave frente a nosotros, estuve seguro que ‘el enfrentamiento’ no era real.  Me timó Tribunus Legatus, a usted nunca lo voy a poder descifrar.

–        Algún día podrás, Tadeus.  Dime algo de la gente.

–        Todos estaban muertos de miedo, no había enjundia en sus acciones, hicieron todo más por no morir, que por valor; hay que hacerlos soldados Legionarios, Señor; hoy no lo son.

–        Es cierto Tadeus, le contesto.  Tremus, ¿qué me dices?, le pregunto al cartaginés Ciudadano Romano.

–        Cuando las enfilamos directamente y ellos no viraron, me di cuenta que no eran de Cartago, ningún cartaginés enfrentaría un choque contra una nave romana. Pero ciertamente no iba a comprobar si era o no un simulacro; ni siquiera lo pensé, Señor.

–        Tus hombres, ¿cómo los viste?

–        De algo estoy cierto, no se puede hacer la guerra con remeros; hace falta sentirse entre Legionarios.

–        Marcus, dime algo.

–        Creo que no estoy bien en mis conceptos, Tribunus Legatus, pero a quien me agreda,  primero lo quiero muerto.  Las aclaraciones se pueden hacer después. Me di cuenta que no era batalla real, hasta que vi que en la nave ‘enemiga’  no había ni soldados ni tripulantes; disparé porque esa era la orden, Señor; por eso no fallé el tiro.  Y respecto a los hombres, tengo mucho trabajo qué hacer con ellos; no saben nada, absolutamente nada; se mueven con tal miedo que son inútiles.

–        Diófanes, ¿cómo estuvieron los impactos del rostrum?

–        La construcción de la nave es magnífica, Tribunus Legatus, jamás había yo visto algo igual; sinceramente creo que será invencible.

–        Esa es la realidad de lo que tenemos, Præfecto Abdera, ¿está de acuerdo?

–        Sí Señor, estoy de acuerdo.

–        Usted Centurión Silenio, se desempeñó muy bien; hizo dos contactos perfectos con el rostrum, lo felicito. Cuénteme sus impresiones.

–        Le agradezco sus palabras, Tribunus Legatus; pero después de lo que sucedió esta mañana en Ostia, solo pensé en una cosa: no puedo fallar por ninguna razón.  Es cierto, la tripulación no sabe de guerras, ellos solo navegan y ejecutan órdenes; pero también es cierto que navegando con Usted, Señor, nadie puede exceptuarse de ser soldado.  Estoy de acuerdo con todos los Centuriones, hay que convertir en Soldados Legionarios a todos estos nautas, empezando por el Præfecto de Navis.  Solo cuando vi la quilla de las naves, me di cuenta que eran romanas y no cartaginesas; pero nunca pensé que fuese una práctica.  Quiero decírselo, Señor, es usted sorprendente; le admiro mucho.

–        Bien, Silenio.  La tripulación tiene ahora sesenta y dos hombres; y aunque hagamos Soldados Legionarios de cada unos de ellos, sumaremos de manera permanente diez Legionarios más: cuatro catapulteros y seis ballesteros de tiro fijo; además, todos deberán ser diestros en la lucha cuerpo a cuerpo.  Tadeus, tú te encargarás de esto en Mediolanum.

–        Al Mandato, Señor.

–        ¿Qué les parecieron las armas y las defensas?

–        ‘Dignas del Imperio, Señor’; Tadeus. ‘El rostrum y la proa son fortísimos, Señor, nada hay que se les parezca’; Diófanes. ‘Sensacionales, Tribunus Legatus, las ballestas son perfectas’; Tremus.  ‘De lo mejor que he visto, Señor’; Marcus.  ‘El escudo plegable es la realización de un sueño que todos los nautas habíamos tenido; Tribunus Legatus’; Silenio.

–        Muy bien señores, a comer todo mundo. ¿En dónde estamos, Silenio?

–        En el Archipiélago ‘Toschi’, Señor; en Etruria Media.

–        Escoja el mejor lugar para anclar en las islas; sus hombres deberán aprender a nadar hoy mismo.  No se puede ser nauta sin saber nadar.  Los que ya sepan, iniciarán sus prácticas con espadas y escudos: Tadeus, Marcus y Tremus serán los instructores.  Allí pernoctaremos y saldremos a Genua a primera luz del día para navegar toda la jornada de continuo, y dejar el mar al final de la primera vigilia de mañana. ¡Ave César!

–        ¡Ave César, Tribunus Legatus!

 

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Afectísimo en Cristo de todos ustedes,

 

Antonio Garelli

 

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